Francesc de Carreras-El Confidencial
- Las constituciones liberales tenían como fin principal organizar las instituciones políticas: la jefatura del Estado, normalmente monárquica, el parlamento y el gobierno
Desde hace unos años estamos en una fase de acelerado desgaste constitucional; es decir, de erosión de la democracia. Las causas son pocas, las manifestaciones muchas. Las andanzas y retos de Puigdemont por Europa con el objetivo de desprestigiar la democracia española es una de ellas, aunque no la única.
Quizás no somos del todo conscientes del significado actual de una Constitución como la nuestra y la de los países de nuestro ámbito político. Las constituciones europeas de la postguerra son muy distintas a las liberales del siglo XIX, con algunos precedentes fallidos en el período posterior a la guerra europea. Pero cuando logran una cierta firmeza es a partir de 1945, reforzada luego por los tratados de las instituciones europeas y otras garantías de las cartas internacionales de derechos.
En efecto, las constituciones liberales tenían como fin principal organizar las instituciones políticas: la jefatura del Estado, normalmente monárquica, el parlamento y el gobierno. Las más avanzadas enumeraban algunos derechos civiles y políticos que debían garantizar los jueces de acuerdo solo con las leyes. Es decir, las constituciones regulaban los poderes del Estado, estableciendo sus límites que después desarrollaban unas pocas leyes, a partir de las cuales los ciudadanos tenían libertad absoluta: todos ellos eran iguales «ante la ley» sin tener en cuenta la desigualdad social en la que se encontraban.
Ello cambia tras la guerra europea por influencia del socialismo, especialmente del socialismo alemán que influye decisivamente en la Constitución de Weimar de 1919. A los derechos civiles y políticos se le añaden los sociales, económicos y culturales, nuestra Constitución republicana, también por influencia socialista, sigue esta orientación. La igualdad ya no es solo ante la ley, sino que se introduce en el mismo contenido de la ley, es decir, la igualdad está protegida «en la ley»: se tiene en cuenta la desigualdad social y se legisla para que tal desigualdad disminuya.
Pero hay otro cambio decisivo que transforma la naturaleza de las constituciones europeas. La Constitución de Austria establece en 1920, por influencia de uno de sus redactores, el gran jurista Hans Kelsen, el Tribunal Constitucional como órgano de garantía del cumplimiento de la Constitución. Antes los jueces no estaban sometidos a las constituciones sino solo a las leyes y resolvían los conflictos jurídicos que se les planteaban conforme a las mismas sin tener en cuenta la Constitución. No existía un órgano jurisdiccional de garantía de las constituciones, sus únicas garantías eran el legislativo y el ejecutivo, órganos políticos. Las infracciones a las normas constitucionales eran muy frecuentes y no había posibilidad de sanción alguna, por tanto su fuerza normativa era escasa y dependía de la voluntad de los órganos políticos.
Si en las constituciones liberales del XIX se regulaban los poderes, en las del XX, además, se garantizan también la libertad y la igualdad de los ciudadanos para que sea posible su «igual libertad». Por tanto, cambia el enfoque: de regular poderes se pasa a regular la sociedad, siempre de acuerdo con los valores de libertad e igualdad. Los poderes, los órganos, son simples instrumentos, la igual libertad la finalidad, el objetivo constitucional. Las constituciones son normas que no organizan solo poderes sino nuestra convivencia.
Las infracciones a las normas constitucionales eran frecuentes y no había posibilidad de sanción
Como sabemos, el período de entreguerras fue breve y agitado. Para señalar el caso más flagrante, Hitler subió al poder en 1933 y en poco más de un mes el parlamento alemán legislaba en contra de los principios y las reglas básicas de la Constitución sin la posibilidad de que un tribunal anulara tales normas porque en Alemania no había un órgano de esta naturaleza, más allá del que resolvía los conflictos territoriales.
Siempre había juristas —Carl Schmitt el más notorio— que encontraban razones para justificar tales golpes de Estado que sin emplear la fuerza militar destruían primero la Constitución y, a renglón seguido, el resto del ordenamiento jurídico. Mantenían el Estado de derecho —porque los poderes actuaban conforme a normas— pero ya no eran normas liberales y democráticas, ya no garantizaban la libertad y la igualdad, tampoco la democracia representativa: el representante del pueblo era el Führer. Triunfaron los enemigos de la Constitución.
No estamos en esta situación ni mucho menos, pero hace unos años andamos por un camino peligroso. Distingamos entre dos supuestos que no pueden confundirse: infringir la Constitución es una cosa e intentar destruirla otra. Lo primero es propio de un sistema que actúa dentro de la normalidad constitucional: cada año se pronuncian alrededor de dos centenares de sentencias del TC que resuelven controversias sobre si los poderes han infringido alguna norma constitucional. Además, también emiten sentencias de inconstitucionalidad los tribunales ordinarios. Hay conflictos y se resuelven conforme a derecho.
Distingamos entre dos supuestos que no pueden confundirse: infringir la Constitución es una cosa, e intentar destruirla otra
Pero los enemigos de la Constitución pretenden otro fin, pretenden destruirla utilizando otros métodos: erosionando, desgastando, corroyendo, todo poco a poco, sin que se note la intención, utilizando el ordenamiento mismo para desprestigiarlo. Los infractores vulneran las normas, los enemigos atacan los fines: los derechos emanados de los valores libertad e igualdad, la solidaridad entre ciudadanos, la democracia representativa; en definitiva, el orden constitucional. Ignacio de Otto, eminente catedrático de Derecho Constitucional fallecido prematuramente, escribió páginas memorables sobre esta cuestión en su libro, publicado en 1985, ‘Defensa de la Constitución y partidos políticos’. Habría que repasar estas páginas, reflexionar sobre la solución constitucional alemana debida a la experiencia pasada que declara ilegales a quienes, sin infracción constitucional ni penal, se declaran enemigos de la Constitución.
Desde hace más de diez años está claro que las autoridades de la Generalitat se han declarado en rebeldía contra la Constitución, son sus enemigos y siguen siéndolo. El último episodio de Puigdemont lo demuestra, que Aragonés acuda en su ayuda lo reafirma. Si fueran protagonistas aislados no me preocuparía tanto. Pero resulta que el partido de Aragonés es socio parlamentario del Gobierno de Pedro Sánchez, una coalición de socialistas y Podemos, estos últimos consideran, además, que Cataluña es titular del derecho de autodeterminación. Esto es lo que me preocupa y mucho: los enemigos de la Constitución forman parte o sostienen parlamentariamente al Gobierno de España. Alarmante.