Ignacio Varela-El Confidencial
Mucha prisa tienen los políticos —especialmente los del Gobierno— por decretar el fin de la pandemia. Pero este virus no lee el BOE: el primer engaño es la pospandemia misma
Mucha prisa repentina tienen los políticos —especialmente los del Gobierno— por decretar el fin de la pandemia. Pero este virus no lee el BOE: el primer engaño es la pospandemia misma.
A un marciano que hubiera aterrizado en el Congreso de los Diputados, habría que explicarle que, a pesar de lo que oye, el coronavirus no pertenece a un tiempo lejano, sino a nuestro más temible presente —y, ¡ay!, también al futuro divisable—. Que, aunque la mortandad sea menor, seguimos contando diariamente contagiados y fallecidos. Que conviviremos con los efectos de la peste durante mucho tiempo, incluso si los rebrotes son menos terribles que el primer latigazo. Que concluir el estado de alarma no equivale a que desaparezca la alarma de nuestras vidas. Y que, aunque los discursos cainitas no paren de escupirlo, a las 40.000 víctimas del coronavirus no las mataron Sánchez ni Casado.
Habría que precisar también al visitante que el régimen fascista se terminó en 1975, el poder comunista se extinguió en Europa en 1989, el último intento de golpe de Estado sucedió en febrero de 1981 y al terrorismo de ETA lo derrotamos hace 10 años. Pero a la luz de lo que se escucha en el Congreso, la España de 2020 es un país poblado por fascistas, comunistas, golpistas, filoterroristas y separatistas, y todos los que ocupan un escaño pertenecen a una o varias de esas especies. Para cualquiera que ocupe esa tribuna no quedan demócratas en España… salvo él mismo y los de su tribu.
Pasado el susto mayor, convendría aclarar también algunos otros engaños objetivamente perniciosos para afrontar con eficiencia esta crisis multiorgánica que amenaza la salud, la economía y la convivencia:
El mito del paréntesis pretende hacer creer que lo sucedido fue una pesadilla transitoria y que todo volverá al estado en que estaba antes de la pandemia. No avanzaremos, sino lo contrario, queriendo regresar a un inalcanzable punto pasado de la historia. Felipe González lo llama utopías regresivas, muy queridas por los reaccionarios de la derecha y de la izquierda.
La pandemia no ha sido un colapso pasajero, sino un parteaguas histórico. Hay un antes y un después de esta primavera de 2020, y ello se aplica a la economía, pero también a la política, a los modos de vida y al propio orden mundial. Negarse a asumir esa realidad es condenarse al fracaso.
De lo anterior, deriva el timo del bloque de la investidura como fórmula de Gobierno útil para conducir el país en los próximos años. Esa alianza frentista ya es en origen una garantía de bloqueo de todas las grandes cuestiones aplazadas desde hace años, que requieren necesariamente consensos transversales. Tras la sacudida, hoy es inimaginable que una coalición del PSOE y Podemos, sostenida únicamente por los partidos nacionalistas, pueda manejar sin romperse o sin rompernos la hecatombe económica y social a la que estamos abocados. Tampoco podría hacerlo un Gobierno frentista de la derecha dedicado, como este, a volar los puentes con la otra mitad del país.
Aún se escucha al Gobierno sostener que la política económica de la pospandemia está en el pacto de la investidura y en el proyecto de Presupuestos que decayó hace un año. Si no lo creen, es un embuste. Y si lo creen, un suicidio. Más les vale metabolizar que ninguno de los escenarios económicos, políticos o sociales contemplados al formarse este Gobierno se mantiene hoy en pie. Sánchez puede quedarse a vivir en Moncloa hasta finales de 2023; pero una cosa es detentar y ostentar el Gobierno, y otra gobernar. Por desgracia, hay motivos sobrados para presumir que está mucho más en lo primero que en lo segundo.
Habrá que ver cómo se las arregla este Gobierno para alumbrar de aquí a septiembre un Presupuesto que cumpla todas estas condiciones: armonizar internamente al Consejo de Ministros, conseguir el apoyo de los nacionalismos sin que la factura por el voto sea prohibitiva, ser congruente con la situación económica real del país, no con la imaginaria que se pinta desde Moncloa, y, finalmente, pasar la aduana de Bruselas.
La única solución para ese sudoku sería intentar un Presupuesto de unidad que pudieran votar 250 diputados; pero precisamente por ser lo sensato, eso es lo que hay que descartar.
Hablando de fantasías pospandémicas, no es menor la que trata de hacernos creer que lloverán sobre España 140.000 millones procedentes de la Unión Europea sin que ello conlleve condición alguna. Europa dará un paso adelante gigantesco si finalmente aprueba todos los fondos previstos para hacer frente a la crisis. Pero imaginar que no se asegurará de que ese dinero sea utilizado de forma razonable —y ya sabemos que esa palabra no significa lo mismo para Merkel que para Iglesias— es engañarse y engañar al mismo tiempo. La condicionalidad no solo es inevitable: es imprescindible si se quiere que la Unión Europea se sostenga como un proyecto compartido y no salte por los aires.
Un truco peligroso de trilerismo jurídico —uno más— será el de vaciar de contenido por decreto-ley el estado de alarma como excepción constitucional. Esa maniobra prolongará de hecho el estado de alarma después de haberse extinguido. Lo que es peor, este y cualquier Gobierno futuro podrán arrogarse poderes extraordinarios sin pasar por la preceptiva autorización parlamentaria. El estado de alarma es un hecho excepcional, y así debe continuar. Si hay algo en él que, a la luz de esta experiencia, deba mejorarse, procédase a actualizar la ley orgánica que lo regula, que data de hace 39 años.
En la actual situación de España, la política de acuerdos amplios es ya mucho más que un buen deseo: es un imperativo categórico, una condición de viabilidad del país y del sistema. Justamente por eso algunos, a ambos lados de la trinchera, están tan interesados en dinamitarla.