Una política basada exclusivamente en el mantenimiento de los principios está condenada a la esterilidad. Y la que desprecie los principios para atender solamente a los resultados, será una política de cínicos. San Gil es la antítesis del cinismo y del oportunismo. Pero se ha equivocado, y su error tendrá consecuencias graves para su partido. También para la política vasca.
Tengo por María San Gil un sentimiento hecho a partes iguales de admiración y afecto desde aquel momento en que vio caer asesinado a Gregorio Ordóñez. En un país como el vasco, en el que tanta gente distrae la mirada, ella dio un paso al frente y recogió el testigo de su jefe y amigo. Su vida escoltada ha sido el precio que ha pagado por ello. Ha parido a sus hijos entre escoltas y entre escoltas los ha paseado en los atardeceres donostiarras. Es también, lo ha sido hasta ahora, la máxima dirigente de un partido que tiene escoltado hasta al último de sus concejales desde hace más de 10 años.
Ha visto asesinar a 13 ediles de su partido, reviviendo en cada uno de ellos un momento de horror que habría sido insuperable en toda una vida para una persona normal. Ha ido a muchos funerales, ha abrazado a muchas viudas y ha besado a muchos huérfanos, sin que ello fuera incompatible con una presencia siempre alegre y animosa. Durante estos últimos años ha representado a los populares vascos, no sólo con dignidad y desprendimiento, sino con solvencia política y en ocasiones con brillantez, como pudieron apreciar quienes vieran en 2005 el debate electoral en el que se impuso clamorosamente a Ibarretxe, López y Madrazo.
María San Gil ha cometido, sin embargo, algunos errores notables en la crisis de su partido que ha llevado a su abandono, al de José Antonio Ortega Lara y lo que te rondaré hasta Valencia. Uno de ellos es la traslación, a su relación con el partido, de un esquema análogo al que suele regir nuestras relaciones afectivas. Esto la llevó a plantear una denuncia basada en sentimientos e impresiones, más que en hechos verificables. Las intuiciones pueden ser una vía para el conocimiento, pero no el armazón de un relato consistente y objetivo. Una prueba: la presidenta del PP vasco se vio obligada a convocar a la prensa para explicar asuntos domésticos a las pocas horas del atentado de ETA en Legutiano. Otra: nunca se había visto a María San Gil salir de una reunión con la cabeza baja, rehuyendo las preguntas de los periodistas.
A su denuncia debería seguirle una propuesta rotunda: candidatura alternativa o anuncio de dimisión. El rechazo tácito de su ejecutiva a la propuesta de adelanto congresual ofrece dos enseñanzas prácticas: no se deben emprender batallas políticas que no se puedan ganar. No se debe hacer nada que no se pueda explicar con garantías de comprensión.
Hace casi 90 años que Max Weber definió la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad en La política como profesión, uno de los textos del autor que conserva mayor vigencia. La ética de la convicción es animada por la obligación moral y la defensa estricta de los principios. La de la responsabilidad relaciona los principios del político con los objetivos que persigue, los medios que emplea para conseguir dichos fines y las consecuencias de sus actos. Una política que se base exclusivamente en el mantenimiento de los principios, sin atender a otras consideraciones, está condenada a la esterilidad. Por el contrario, la que desprecie los principios para atender solamente a los resultados, será una política de cínicos.
María San Gil es la antítesis del cinismo y del oportunismo. Pero se ha equivocado y su error, además de fatal para Rajoy, lo ha sido ya para ella y supondrá consecuencias graves para su partido a corto y medio plazo. También las tendrá para la política vasca, que ha perdido a una mujer de honestidad infrecuente. Tanto, que casi no era una política.
Santiago González, EL MUNDO, 23/5/2008