Manuel Montero, EL CORREO, 9/4/12
Derecha egoísta y franquista frente a izquierda progresista y solidaria. Españoles mezquinos/vascos amantes de su identidad. Israelíes malévolos/palestinos inocentes
Nuestro discurso político tiene una característica singular: es autónomo respecto a la realidad. No intenta averiguar qué sucede y deducir conclusiones. El proceso es el contrario: la interpretación es previa. Los hechos sirven sólo para confirmar los axiomas, los prejuicios, las convicciones propias: los estereotipos. Estos lo son todo. De lo que se trata es de descubrir circunstancias, ocurrencias o decisiones que puedan encajar en los arquetipos previos. Desde ese momento suelen echarse las soflamas al vuelo. Las diatribas son la sal de nuestra vida pública.
Imaginemos que la derecha en el poder toma decisiones de recortes contra la crisis. Desde el otro lado le caerán las acusaciones de intenciones malévolas, de que se lo quieren cargar todo, de que miente, de que la derecha siempre ha sido así. Nada de esto se diría si nos recortase la otra parte, como sucedió y vino a decirse que se nos recortaba con buena voluntad. El imaginario de la izquierda, construido sobre el presupuesto de la perversión egoísta de la derecha, permite soslayar el análisis y sustituir la crítica por el desaire.
De distinto pie pero del mismo simplismo cojea la derecha. Desde su punto de vista, si hay despilfarros, corrupciones o mala gestión se debe a la incompetencia de la izquierda: incluso si son similares a los cometidos por los propios. Por eso ni se molesta en explicar sus propuestas, sus recortes, mucho menos discutirlos: ellos se saben en la verdad. Para la derecha los demás son de lo que no hay, unos manipuladores, sospechosos (siempre) de deslealtad constitucional, de rompedores de España. Unos rojos desfasados. Piensan, o al menos hablan, según estos estereotipos.
Entre los nacionalistas, los esquemas conceptuales sobre los que construyen la interpretación de la realidad están a flor de piel, a media pulgada del discurso o haciendo sus veces. Cualquier medida que les disguste queda estigmatizada porque se debe al rechazo a todo lo vasco, a que la democracia española tiene déficits; porque en realidad no quieren la paz, no les interesa. Si la interpretación viene del nacionalismo radical, le cabe culpar de todo a los poderes fácticos o a la represión sistemática que practica el Estado contra los auténticos intereses populares.
Son imaginarios que se imponen sobre el análisis. Los estereotipos suplen a la realidad y construyen el discurso público, que resulta pueril, precario y reiterativo. Por eso casi no existe el debate político. Lo sustituyen monólogos paralelos e insidiosos. En ellos cada parte desarrolla su imaginario. Aunque el argumento no tenga que ver con lo que sucede ni hilazón lógica, desarrolla la interpretación preestablecida. Hay que expropiar a la duquesa de Alba, han votado a las fuerzas de progreso, estos recortes son los únicos posibles, el lehendakari es vanidoso porque quiso serlo sin ser nacionalista, no quieren humanizar el conflicto.
Los arquetipos sobre los que se construyen estos imaginarios son de un simplismo que asombra. Parten de un sectarismo radical. Se basan en la contraposición entre el nosotros y ellos, pues tanto la derecha, la izquierda y los nacionalistas (no digamos sus versiones radicales) se sienten esencialmente imbuidos de la verdad y las buenas intenciones, mientras todos los demás dan en ineptos, corruptos y arteros. No existe la idea de que se compartan valores.
El esquema explica la tendencia a exculpar a los propios cuando se conocen sus tropelías y la carga contra los demás en las mismas circunstancias: los otros carecen de nobleza, por lo que no son desviaciones sino categoría; lo de los nuestros queda en accidente. Los estereotipos entienden que la democracia y las virtudes públicas no son –ni pueden ser– un patrimonio colectivo, sino atributos propios, de la secta. Por eso, a la menor se predica de los demás comportamientos y actitudes no democráticas, así como desprecio al sentido común y a la sensibilidad colectiva. Los arquetipos sobre los que se levantan nuestros imaginarios están teñidos de moralina. La vida social se entiende como una lucha del bien (nosotros) contra el mal (el resto). Resulta inimaginable que se alabe alguna aportación pública del ajeno. Si algo le ha salido bien y no se puede cuestionar, es porque se lo hemos arrancado.
Los estereotipos sociales presentan algunos antagonismos básicos, que funcionan según el color del cristal con que se mira. Derecha egoísta y franquista frente a izquierda progresista y solidaria. Izquierda incompetente y enchufista versus centro-derecha eficaz y hacedor de crecimiento. Españoles mezquinos/vascos amantes de su identidad. Monarquía tardofranquista versus república madre de todas las virtudes y soluciones. Israelíes malévolos/palestinos inocentes. Estados Unidos, imperio del mal, frente a nosotros (menos España) encarnación de la solidaridad. Y así sucesivamente, pero sin mayor altura intelectual ni capacidad de resistir un análisis crítico.
Manuel Montero, EL CORREO, 9/4/12