Ignacio Camacho-ABC

  • El portavoz se ha convertido en cómplice necesario de una estrategia del engaño. En vez de confianza, inspira rechazo

Existen desde hace tiempo motivos para sospechar que La Moncloa mantiene a Fernando Simón como portavoz del «comité técnico» de la epidemia para divertir a los españoles durante este largo encierro. O al menos para que la cólera social no se traslade hacia más altos responsables del desconcierto que siembra la inoperante actuación del Gobierno. Las explicaciones del doctor han entrado ya directamente en el terreno de la comicidad y el entretenimiento; a menudo aparece en pantalla como un trasunto posmoderno de aquel Gene Wilder de «No me mientas que te creo», capaz de sostener con el mayor desparpajo argumentos propios de un sainete de enredo. Ayer se superó a sí mismo con lo del «accidente de tráfico enorme» -¡¡durante

el confinamiento!!- que podría haber descuadrado el cómputo oficial de muertos. Una explicación piadosa podría atribuir sus cada vez más frecuentes dislates a lapsus propios del estado de agotamiento, pero la lista es demasiado larga para admitir un dictamen benévolo, y si está cansado se trataría de una razón más para su relevo. En otras ocasiones ha sobrepasado su papel de mero informante aséptico para asumir postulados políticos de sesgo bien concreto. Por ejemplo, cuando declaró secretos los nombres de los integrantes del comité de expertos, o cuando se permitió calificar de «indecentes» a los medios que destacaron unos hechos -las órdenes a la Guardia Civil para perseguir bulos- absolutamente ciertos. Ha perdido todo crédito; su continuidad banaliza una catástrofe que tiene en vilo al país entero.

Es triste el modo con que Don Simón, como el ministro Pedro Duque -juntos componen un dúo a la altura de Martes y Trece-, han demolido el prestigio de su competente currículum por asumir mensajes incompatibles con el rigor científico. El portavoz médico se ha desconectado de la realidad para ponerse al servicio de un relato oficial fallido. Avaló el 8 de marzo, negó la utilidad de las mascarillas, asumió la manipulación de las cifras de contagio y aún defiende la inutilidad de los test masivos. En un principio pudo reconocérsele el empeño bienintencionado de poner cara y voz al caos pero se ha convertido en cómplice necesario de una estrategia del engaño en la que resulta irritante su esfuerzo por parecer simpático. Sus pronósticos han errado, sus consejos no ofrecen confianza y como bromista es un verdadero fracaso. Si antes daba cierta lástima, ahora provoca rechazo.

Quizá al Gabinete le siga sirviendo como saco de golpes, como parapeto de defensa. Se ha hecho popular como esos presentadores cuyos errores incrementan la audiencia. Tal vez incluso él crea de veras en lo que dice y piense que su entrega merece la pena. Pero esos gurús tan inteligentes deberían darse cuenta de que es la incompetencia gubernamental la que se refleja en esa imagen destruida de juguete roto, de deslavazado muñeco de feria.