- Es preocupante que quienes ostentan responsabilidades públicas pretendan convencer a los ciudadanos al margen de la realidad jurídica.
La reforma de los delitos sexuales ha suscitado un intenso debate público en el que se obvia el análisis reposado de datos y argumentos. Las posiciones enfrentadas parten de visiones simplificadas de la realidad.
En este contexto de debate de baja calidad, preocupa que quienes tienen responsabilidades públicas pretendan convencer al margen de evidencias empíricas y de la realidad jurídica. Para ello, manipulan las leyes y los hechos, planteándonos falsos dilemas. Eso ha generado un gran desconcierto entre la ciudadanía, alarmada ante las informaciones contradictorias provenientes de esos mismos responsables políticos.
Por una parte, se sostiene que hay que elegir entre «el Código Penal de la Manada» o «el Código Penal del consentimiento».
Conforme a dicha tesis, antes de la aprobación de la llamada ley del ‘sólo sí es sí’ las mujeres debían resistirse heroicamente ante una agresión sexual para ser creídas. Con el segundo Código Penal, bastaría la palabra de la víctima para que la agresión sexual resulte probada.
Por otra, una vez que la entrada en vigor de la ley del ‘sólo sí es sí’ ha provocado rebaja de penas impuestas conforme a la ley anterior, se ha planteado que dicho efecto es indeseado, que no era previsible y que, por tanto, dicha ley desprotege a las víctimas.
Se ha generado así la percepción de que se podría estar produciendo una excarcelación numéricamente muy relevante de delincuentes sexuales. Entre las respuestas planteadas aparece el incremento de penas (ya muy elevadas). En la ecuación neoliberal, la protección social sólo se alcanza mediante la progresiva agravación en la intervención penal.
1. El primer falso dilema. El Código Penal de la Manada vs. el Código Penal del consentimiento.
Con la regulación anterior a la ley del ‘sólo sí es sí’, los delitos sexuales ya se estructuraban en torno al consentimiento. No había una definición expresa de lo que debía considerarse consentimiento válido, pero no por ello resultaban lícitas o no perseguidas las relaciones sexuales no consentidas.
De hecho, no hay un solo supuesto introducido por la reforma que no estuviera castigado bajo la ley anterior.
Cierto es, sin embargo, que a raíz de la sentencia del caso conocido como de la Manada, en la percepción social se reveló instalada la creencia de que los tribunales sólo condenaban al agresor sexual si la víctima se había resistido y que, con ello, se estaba reforzando la estructura de dominación patriarcal, la cosificación de la mujer y una posición subordinada de la mujer en las relaciones sexuales.
Dicha percepción no se correspondía con lo que la evolución de la jurisprudencia revelaba (aunque algunos pronunciamientos polémicos, no generalizables, pudieran ocultar dicha evolución).
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Sin embargo, el legislador optó por modificar el Código Penal y por trasladar a la sociedad el mensaje de que la reforma situaba el consentimiento en el centro de la regulación de las agresiones sexuales. La reforma ha definido como consentimiento válido en las relaciones sexuales aquel que se manifieste libremente mediante actos que, atendiendo a las circunstancias, expresen de manera clara la voluntad de la persona.
Esta definición no soluciona los problemas probatorios que, sin duda, se van a seguir planteando al juzgar delitos de agresión sexual. Si frente a la versión de la víctima del delito (presunta víctima o victima afirmada, en la terminología más garantista, que sólo habla de víctima una vez que una sentencia firme declara probado el delito) el acusado alega que aquella prestó el consentimiento libremente, en pleno ejercicio de sus facultades, sin que cupiera duda del significado de sus actos y expresiones, precisaremos, para declarar probada la agresión sexual, de algo más que la mera manifestación de la persona denunciante.
Habrá que analizar esa versión, habrá que contrastarla con la información que ofrezcan otros medios de prueba y habrá que analizar, también, la versión del acusado. También habrá que analizar si cabe o no, a partir de la prueba, descartarla o admitirla como racionalmente posible.
«En el proceso penal rige el derecho a la presunción de inocencia, y ello implica que corresponde a la acusación probar los hechos que afirma»
Es decir, antes, ahora y después, el Estado, para poder privar de derechos a un ciudadano por la comisión de un delito, deberá contar con un relato de hechos probados que reúna todos los elementos que exige la norma penal, que se haya declarado probado en un proceso con todas las garantías, desarrollado ante un tribunal imparcial.
En el proceso penal rige el derecho a la presunción de inocencia, y ello implica que corresponde a la acusación probar los hechos que afirma. Y la presunción de inocencia rige para todos, siendo un principio y una garantía irrenunciables.
De otro modo, admitiríamos que, aun cuando pudiera ser que hubiera existido relación sexual consentida, sería preferible la condena del acusado (por ser probable que hubiera existido el delito) que su absolución. Esta alternativa nos situaría en escenarios propios de modelos autoritarios, en los que sacrificaríamos un principio básico de las sociedades avanzadas (no condenar cuando existe una duda razonable) para garantizar que el mayor número posible de agresores fueran condenados, aunque para ello corriéramos el riesgo de condenar a bastantes inocentes.
Nuestro modelo, independientemente de que la norma penal describa o no qué se entiende por consentimiento válido en las relaciones sexuales, exige que la acusación acredite si hubo tocamientos o penetración o violencia. Para condenar se debe probar, tanto la conducta que la víctima afirma haber sufrido, como el modo en el que dicha conducta fue cometida.
En el proceso penal no puede funcionar como regla de validación de la declaración de la víctima la máxima «yo sí te creo». O al menos, no puede funcionar como premisa, sino como consecuencia posible del proceso y del juicio.
En realidad, en todos los procesos penales en los que se condena al acusado como autor de los hechos delictivos que denunció la víctima, lo que está diciendo la sentencia es que «sí cree» a la víctima.
Es más, en muchos supuestos en los que se absuelve al acusado, el tribunal no afirma que la versión de la víctima sea falsa. Absuelve porque considera que existen motivos para dudar de si dicha versión se corresponde o no con lo que sucedió cuando los hechos se produjeron.
Para condenar no basta con que la víctima afirme el hecho y la autoría. El Estado, a través de la Fiscalía, con la posibilidad de que intervengan las víctimas como partes acusadoras, debe acudir a juicio con todos los medios de prueba, lícitamente obtenidos, que puedan esclarecer los hechos y la autoría:
A. Investigaciones bien dirigidas, en las que se identifiquen todas las fuentes de información sobre los hechos (restos biológicos, exploraciones físicas, testimonios corroboradores del relato denunciado, periciales).
B. Acusaciones bien formuladas, con aportación de toda la prueba posible que apoye la versión inculpatoria.
C. Tribunales integrados por juezas y jueces bien formados y entrenados para identificar sus propios sesgos culturales y para permitir que se imponga como hecho probado aquel que resulte, tras un juicio con todas las garantías, de una valoración imparcial, formada y carente de prejuicios, del conjunto de la prueba practicada.
Estas sí son las herramientas adecuadas para evitar la impunidad de los delitos y para garantizar los derechos de los ciudadanos. En consecuencia, la ley del ‘sólo sí es sí’ no exime a la acusación de la obligación de probar que sucedió lo que afirma.
Si sostiene que el agresor impuso la relación sexual con violencia, deberá probar la violencia.
Si afirma que la impuso con intimidación, deberá probar la intimidación.
Si afirma que el agresor efectuó un tocamiento sorpresivo sin su consentimiento, deberá igualmente acreditarlo.
Por lo tanto, más allá de las intenciones perseguidas con dicha ley, no cabe sostener que la misma modifique de manera relevante la trascendencia del consentimiento en la determinación de la ilicitud de las conductas, ni que afecte a los requisitos para poder condenar. Se disuelve así el dilema Código Penal de la Manada vs. Código Penal del consentimiento.
2. Los efectos de la reforma. La rebaja de penas.
La ley penal anterior establecía penas distintas atendiendo al tipo de acto sexual, diferenciando, por ejemplo, entre el tocamiento de los genitales o la penetración. La ley también distinguía tomando en consideración los medios empleados por el agresor para llevar a cabo la conducta.
Bajo esa distinción, la ley establecía penas distintas para los actos realizados con violencia o intimidación (llamados agresiones sexuales) o con el aprovechamiento de la persona privada de sentido o con simple ausencia de consentimiento (llamados abusos sexuales).
La distinción es una exigencia del principio de proporcionalidad, propio del Derecho penal del Estado democrático de derecho, conforme a la cual la pena debe ajustarse a la gravedad del delito. Los actos contra la libertad sexual pueden ser muy variados y, por tanto, las penas con las que estén castigados deben ser diversas.
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La ley del ‘solo sí es sí’ equipara conductas diversas y les asigna el mismo marco penal. Un marco penal es el espacio de pena comprendido entre un límite mínimo (por ejemplo, un año de prisión) y un límite máximo (digamos, cuatro años de prisión). Sin poder rebasar ese marco, el juez debe elegir la cuantía de la pena.
Al agrupar bajo la misma categoría (agresión sexual) conductas diversas (los antiguos abusos y agresiones), el legislador, para evitar penas excesivas y desproporcionadas para las conductas menos lesivas, tuvo que rebajar los límites mínimos.
Ello ha provocado algunas revisiones de condenas por hechos graves que, al convivir tras la reforma con penas adecuadas para conductas de menor gravedad, pueden ser, ahora, sancionados con penas menores.
En concreto:
2.1. La violación del artículo 179 del Código Penal se rebaja de cuatro a doce años de prisión cuando antes se penaba con prisión de seis a doce años.
2.2. Las agresiones sexuales con acceso carnal y agravadas (por ejemplo, por la actuación conjunta de dos o más personas, por ser la victima especialmente vulnerable o con discapacidad, por aprovecharse el agresor de una situación de superioridad o derivada del parentesco, o por el uso de armas, entre otras) están ahora castigadas entre siete y quince años de prisión cuando antes acarreaban prisión de doce a quince años.
2.3. La violación de un menor de 16 años ha pasado a tener una pena de seis a doce años o de diez a quince años (según concurra o no violencia, intimidación, abuso de superioridad, aprovechamiento de la vulnerabilidad de la víctima, de que esta se encuentre inconsciente) cuando antes dichos hechos se castigaban entre ocho y doce o diez y quince años de prisión.
«La primera e inmediata consecuencia de la entrada en vigor de la reforma ha sido la revisión de muchas condenas dictadas al amparo de la regulación anterior»
Ya se advirtió, en el trámite previo a la reforma, que el hecho de agrupar conductas muy distintas iba a provocar disfunciones. Como permite comprender el resumen de las diferencias de penas recogidas en el párrafo anterior, las conductas más graves se han visto finalmente favorecidas por un límite mínimo inferior.
Pero, del mismo modo, las conductas de menor gravedad pueden castigarse ahora con una severidad excesiva, al compartir todas ellas el mismo marco penal. La primera e inmediata consecuencia de la entrada en vigor de la reforma ha sido la revisión de muchas condenas dictadas al amparo de la regulación anterior, por aplicación del principio de retroactividad de la ley penal posterior en el caso de que resulte más favorable.
Tal principio deriva de los artículos 9 y 25 de la Constitución, se plasma en el artículo 2 del Código Penal y no puede dejar de ser aplicado por ningún juez.
Algunos impulsores de la reforma objetan que la rebaja de penas es un exceso imputable a jueces machistas. Podrá haber casos en los que la decisión de revisar y rebajar la pena sea cuestionable desde el punto de vista jurídico, pero frente a esas decisiones cabe interponer los recursos que la ley prevé (todas ellas son recurribles, finalmente, ante el Tribunal Supremo). Pero en otros, la revisión con rebaja de la pena es obligada o, cuando menos, razonable y justificada.
Pondremos un ejemplo. Un acusado fue condenado por delito de violación aplicando el artículo 179 del Código penal de la anterior regulación y se le apreció una circunstancia atenuante por haber indemnizado el agresor a la víctima antes del juicio. En ese caso, la ley obligaba (antes de la reforma) a imponer una pena de entre seis y nueve años de prisión. Se le impuso la pena máxima posible: nueve años de prisión.
Tras la reforma, la agresión sexual con acceso carnal y concurrencia de una atenuante tiene una pena que oscila entre los cuatro y los ocho años de prisión. No cabe, tras dicha reforma una pena, para dicho supuesto, superior a ocho años. La revisión es imperativa.
El caso expuesto es uno extraído de nuestra propia práctica profesional. Supuestos como el anterior se están produciendo. Seguramente, también otros en los que resulte cuestionable que una interpretación correcta de la norma acarree la rebaja. Supuestos estos que difícilmente se habrían producido de haber previsto el legislador disposiciones transitorias en la ley del ‘solo sí es sí’.
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En este escenario de revisiones de condenas, han surgido explicaciones a lo sucedido que han enturbiado el debate y han generado alarma social. Unos exigen la inmediata modificación de la ley para evitar las revisiones de penas. Otros sostienen que hay que mantener la regulación porque modificarla supone volver al modelo anterior y retirar el consentimiento del núcleo de la regulación.
Es más, los que defienden mantenerla sólo admiten, en caso de reforma, que se agraven las penas. Y lo que no se atisba en dicho debate es una reflexión sosegada sobre las necesidades de protección de la libertad sexual y, en particular, de la libertad sexual de quienes mayoritariamente son víctimas de estos delitos (mujeres y menores).
3. El segundo falso dilema. Desprotección vs. punitivismo
La vuelta a un régimen de penas más severo que el introducido por la ley del ‘solo sí es sí’ exigiría analizar si resulta razonable modificar la ley penal con tanta celeridad, sin permitir que su aplicación ofrezca un número suficiente de casos que permita determinar si las novedades introducidas por la misma están provocando efectos que, globalmente considerados, sean contrarios a los perseguidos.
También debería analizarse si resulta proporcionado incrementar las penas o, incluso, mantener algunas de las actualmente vigentes. De hecho, no ha habido tiempo para evaluar otra consecuencia de la equiparación de conductas, la posibilidad de que los nuevos casos menos graves (antiguos abusos) reciban un tratamiento penal más severo.
No es cierto que el Código Penal anterior a la reforma fuera permisivo con casos como el de la Manada. Recordemos que permitió la condena a penas de prisión de quince años más ocho años de libertad vigilada (penas que, como advirtió el Tribunal Supremo, pudieran haber sido, con aquel Código Penal, aún mayores si las acusaciones lo hubieran pedido).
La pena máxima para el delito de homicidio es de quince años de prisión. Aumentar las penas por delitos de agresión sexual resulta desproporcionado, punitivista y relega la finalidad reinsertadora de la pena, contraviniendo el mandato contenido en el art. 25.2 de la Constitución Española («las penas deben estar orientadas a la reeducación y la reinserción»).
«No puede hablarse de desprotección de las víctimas porque se estén revisando algunas condenas. Es el efecto previsible de haber bajado el marco punitivo»
Olvida, también, que no existe ninguna vinculación entre el incremento de penas, cuando los delitos ya están sancionados con penas muy elevadas, y la reducción de la criminalidad. Aumentar las penas no supone proteger más a las víctimas. La verdadera protección pasa por la inversión en recursos en otros ámbitos: la formación, la coeducación, la detección y eliminación de las brechas de género y la formación en perspectiva de género por personas expertas.
En definitiva, el desarrollo de la LO 10/2022 (la ley del ‘solo sí es sí’) en todo aquello que no es materia penal será, sin duda, mucho más eficaz en la prevención y reducción de la criminalidad sexual que incrementar penas para los agresores.
Partiendo de lo anterior, no puede hablarse de desprotección de las víctimas porque se estén revisando algunas condenas. Es el efecto previsible de haber bajado el marco punitivo, pero ni se las desprotege ni se encuentran en peligro por ello. No quedan sin sanción los actos de los agresores, no se revisa lo ya juzgado.
En una parte porcentualmente reducida de los casos se adecúa la pena al nuevo marco recogido en la reforma, como se viene haciendo con todas las reformas penales cuando la ley posterior permite la revisión de penas a la baja.
Además, no debe olvidarse que en la mayoría de condenas por delitos contra la libertad sexual se imponen medidas adicionales al condenado, que debe cumplir una vez ha cumplido la pena de prisión (prohibiciones de aproximación y comunicación respecto de la víctima, seguimiento de cursos de formación, seguir tratamientos médicos, etcétera). Medidas todas ellas recogidas en el artículo 106 del Código Penal.
Si el normal funcionamiento de la aplicación de la ley penal (la aplicación retroactiva de la ley posterior en lo que sea más favorable) es interpretado, sin respeto por datos y evidencias, como desprotección frente a agresores sexuales, es comprensible que se pretenda la inmediata modificación de la norma y, a poder ser, con incremento de penas.
Pero lo deseable sería aproximarse a este debate con posiciones constructivas, que persiguieran la realización de los derechos constitucionales y que no trasladaran a la sociedad afirmaciones mendaces para apoyar posiciones políticamente interesadas.
La ley del ‘solo sí es sí’, es, en el ámbito penal, técnicamente mejorable. Al unificar la respuesta penal para conductas de distinta gravedad, ha provocado disfunciones como las que se han apuntado anteriormente. Disfunciones que, por otra parte, una contrarreforma no va a poder evitar, puesto que los condenados por delitos contra la libertad sexual que lo fueron conforme a la legislación anterior y cuya pena aún no haya sido revisada, podrán seguir beneficiándose, en su caso, de la aplicación de dicha ley.
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Desde hace ya mucho tiempo se suceden nuevas leyes penales y asistimos a un progresivo y acelerado proceso de remiendo del Código Penal, que se va poblando de normas que atentan contra los principios de intervención mínima y última ratio en la descripción de conductas típicas y contra los principios de lesividad y proporcionalidad en la fijación de las penas.
Para justificar esa regresión continuada, se está manipulando la opinión pública con miradas sesgadas sobre la criminalidad y con discursos que desprecian la respuesta que cabe reclamar a la jurisdicción penal en un Estado democrático de Derecho.
Sucede, desde luego, no sólo con los delitos contra la libertad sexual. Y la revisión de la política criminal que reclamamos, no debiera, por supuesto, afectar en exclusiva a dichos delitos.
El debate sobre la reforma de la ley del ‘solo sí es sí’ debiera ser una oportunidad para iniciar un proceso de reflexión sobre el modelo de respuesta que como sociedad queremos frente al delito.
Sabemos que los términos en los que el debate se ha situado, convierten llamadas como esta en un pequeño e inaudible grito en el desierto. Sin embargo, observamos con cierta esperanza que en los últimos tiempos comienzan a escucharse voces diversas que se sitúan en posiciones similares a las que aquí defendemos.
El tiempo dirá si otra política criminal, que no se limite al incremento sucesivo de penas y a la reforma permanente del Código Penal, es posible.
*** Yolanda Rueda Soriano es magistrada y coordinadora de la Comisión Penal de Juezas y Jueces para la Democracia.
*** José Manuel Ortega Lorente es presidente de la Sección 2.ª de la Audiencia Provincial de Valencia.