- En 1982 se necesitaba un Gobierno unido y solvente que estabilizara la joven democracia. Y nadie, salvo el PSOE, estaba en condiciones de asumir aquella demanda.
El 28 de octubre de 1982, hace hoy 40 años, el PSOE recibió el apoyo de diez millones de ciudadanos cuyos votos se tradujeron en 202 diputados. Una victoria tan contundente de un pequeño partido (en torno a los 12.000 afiliados en ese momento) y el hundimiento abrumador del partido del Gobierno sólo se pueden comprender si se tiene en cuenta la imagen de división de la última etapa de UCD y la sensación extendida de estar caminando al borde de un abismo al que nos estaban conduciendo el golpismo, los asesinatos de ETA y una economía desbocada.
Se necesitaba un Gobierno unido y solvente que estabilizara la joven democracia y ofreciera un mensaje creíble de esperanza. Y en aquel momento de vacío de poder y de riesgo máximo, nadie, salvo el PSOE, estaba en condiciones de asumir aquella demanda.
Así lo entendieron los ciudadanos al entregar al PSOE la mayoría más extensa obtenida en democracia.
Pero lo más intrigante para algunos no ha sido esta inicial victoria, sino que fuera capaz de mantenerse en el Gobierno y, por tanto, conservar durante trece años el apoyo de grandes mayorías. El PSOE no era un partido de masas de la contextura y fortaleza de los grandes partidos socialdemócratas alemanes, austriacos, laboristas o nórdicos.
Pero sí que tenía ya tres importantes activos. Un líder indiscutido, unos equipos bregados en la vida profesional y una idea clara de qué hacer con el Gobierno. Y esto explica su victoria en 1982 y su supervivencia hasta 1996.
El primer activo de aquel PSOE fue el de un liderazgo nítido que despejaba el miedo a repetir la experiencia de los últimos años de UCD. Cuando a las 16:30 del 30 de noviembre de 1982 el presidente del Congreso Gregorio Peces-Barba abrió la sesión con la lectura de la comunicación del rey, Felipe González dejó claro desde el principio su voluntad y capacidad de decisión: solicito mi investidura como presidente del Gobierno.
¿Para qué? Para gobernar. Ese fue ya el leitmotiv del largo decenio de hegemonía socialista.
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A los escasos afiliados del PSOE, como ocurría en general con la izquierda europea, les había costado aceptar, e incluso entender, el papel del líder en la política moderna. A lo máximo que había llegado el Partido Socialista en los primeros momentos de su refundación fue a aceptar un primer secretario.
Pero vivíamos ya en tiempos modernos en los que los canales de comunicación de los partidos, tanto con sus afiliados como con sus electores, eran los medios (televisión, radio y periódicos) y no las herméticas Casas del Pueblo. Y los medios impusieron sus reglas.
Líderes y medios estaban ya unidos genéticamente. Si los líderes dependían de los medios, la lógica de los medios exigía la personalización de la política. Esto es, líderes que hablaran en nombre del partido, pero en primera persona.
El carisma de un líder moderno no se basaba ya, como creía Weber, en la excepcional santidad, heroísmo, patrimonio o carácter de sus dirigentes. Esto sirvió en el siglo XIX con figuras venerables de la izquierda como Pablo Iglesias.
«Internamente, Felipe González se había convertido en el líder indiscutible del PSOE y había dotado a este partido de un discurso netamente socialdemócrata»
Pero en el contexto de los años 70 la fuente del carisma de cualquier líder moderno estaba ya en sus dotes de comunicación: quien tiene ideas, decía Tucídides, pero no sabe exponerlas con claridad está en la misma situación que si no las tuviera.
Fueron estas dotes excepcionales de comunicación las que tuvieron un doble efecto hacia dentro y fuera de la organización. Internamente, Felipe González, con la ayuda de Alfonso Guerra, se había convertido en el líder indiscutible del PSOE y había dotado a este partido de un discurso netamente socialdemócrata (XXVIII Congreso de 1979).
Externamente, y como mostraba el recurso a su fotografía en las campañas electorales, fue ya el principal reclamo electoral del PSOE durante trece años. En tiempos de personalización de la política, se ha dicho, los partidos nacen y sobreviven a la sombra de un líder. Y el PSOE fue el primero en España no sé si en entenderlo, pero sí claramente en aceptarlo.
Un segundo activo del PSOE fueron sus equipos. Decía Feijóo (Benito Jerónimo) que elegir a sus ministros es una de «las verdaderas artes de mandar», de forma que en política al protagonista también se le conoce por los que le acompañan. Se podría repasar la lista de cualquiera de los Gobiernos que formó y se comprobará cómo todos tienen características similares al primer Gobierno. Este primero puede servir de modelo.
En la segunda sesión de investidura, Miguel Roca, con su conocida inteligencia y habilidad, había logrado que Felipe González (42 años) adelantara en el pleno los nombres de los miembros del futuro Gobierno y sus responsabilidades.
Aparte del nombramiento de Alfonso Guerra (42 años), que ocuparía la vicepresidencia, anunció los de José María Maravall (40) para Educación; de José Barrionuevo (42) en Interior; de Enrique Barón (38) en Transportes; de Fernando Ledesma (43) para Justicia; de Javier Solana (40) en Cultura; de Tomás de la Cuadra (36) en Administraciones públicas; de Carlos Romero (41) en Agricultura; de Ernest Lluch (45) en Sanidad; de Carlos Solchaga (38) en Industria; de Joaquín Almunia (34) en Trabajo; de Fernando Morán (56) en Asuntos Exteriores; de Miguel Boyer (43) en Economía; de Julián Campo (44) en Obras Públicas y de Narcís Serra (39) en Defensa.
«Para ninguno de los ministros de González la política era su profesión, sino una vocación que se ejerce por un tiempo»
Era un Consejo de Ministros que compartía claramente algunas características que en general conservaron los sucesivos Gobiernos.
En primer lugar, pertenecían a la misma generación. Salvo Morán, el mayor, y Almunia, el benjamín, todos andaban como se ve en torno a los 40 años. Eran coetáneos y contemporáneos del presidente. Compartían el mismo «horizonte generacional» en el sentido de haber vivido las mismas circunstancias de tiempo y país, tener una definición parecida de cuáles eran los problemas reales a resolver y por dónde aproximadamente deberían buscar las soluciones.
Además de coetáneos y contemporáneos, todos ellos eran, en segundo lugar, titulados superiores con una sólida preparación. En algún caso (Maravall, Almunia o Solana, por ejemplo), con estudios en universidades extranjeras. En otros casos, con prolongadas estancias fuera de España.
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En tercer lugar, todos ellos tenían ya una profesión al margen de la política. Cinco eran profesores universitarios, seis de ellos pertenecían a cuerpos superiores de la Administración del Estado (diplomático, judicatura, inspectores), tres ocupaban importantes puestos en el sector financiero (Banco de España y Banco de Bilbao) y sólo uno trabajaba en el Partido Socialista.
Eran tiempos donde los profesionales estaban dispuestos a asumir compromisos políticos.
Para ninguno, por tanto, y en cuarto lugar, la política era su profesión, sino una vocación que se ejerce por un tiempo. Característica que facilitaba una independencia de criterio y cierta autonomía. Circunstancias estas que, cuando fallan, hacen que los ministros y altos cargos se conviertan en meros empleados del partido.
Es verdad, en quinto lugar, que ninguno de ellos tenía un poder político específico. Alguno ni siquiera era militante y otros lo eran desde fecha relativamente reciente. La fuerza de cada uno derivaba del apoyo que le diera en cada momento el propio presidente. Pero bien es verdad que el apoyo a sus ministros se mantuvo durante años, con lo que gozaron de una estabilidad en el cargo y pudieron implementar sus políticas.
Así pues, en la elección de los equipos, «verdadero arte de mandar», tanto en este primer como en los sucesivos Gobiernos, se optó por profesionales templados, socialdemócratas centrados, sin estridencias ideológicas ni ocurrencias. Fue este, a mi juicio, el segundo activo que explica por qué el PSOE mantuvo tanto tiempo el apoyo de los ciudadanos.
«Las circunstancias del momento le brindaron al PSOE la oportunidad histórica de ser él quien pilotara la gran transformación que supuso nuestra plena inserción en el proyecto europeo»
El tercer activo de aquel PSOE fue tener una idea clara (no miles) de qué hacer con el Estado. Es esto lo que, pese a la vorágine diaria de cualquier Gobierno, unifica y hace reconocible su acción. Y allí hubo esa idea clara y permanente: Europa, con toda su carga de Estado social y democrático de derecho, fue la estrella polar de la acción de Gobierno.
Solo mirada desde Europa es posible España. Lo había dicho Ortega y Gasset el 27 de febrero de 1910 a las gentes de su generación. No fue posible entonces. Pero en la Transición, de los rescoldos de aquel espíritu europeísta renació el ideal de la europeización de España.
Anclar esta balsa de piedra en el corazón de Europa fue el objetivo compartido por todos los partidos. Pero las circunstancias del momento le brindaron al Partido Socialista la oportunidad histórica de ser él quien pilotara la gran transformación que supuso nuestra plena inserción en el proyecto europeo.
Aquella idea de Europa se convirtió en el hilo conductor de la acción de Gobierno. Primero para hacer posible el ingreso en la Comunidad Económica Europea (Tratado de Adhesión, 12 de junio 1985) y transponer centenares de directivas. Inmediatamente para adaptarnos a las exigencias del Acta Única (28 de febrero 1986) y finalmente al Tratado de la Unión Europea (7 de febrero del 92). Había que limpiar y renovar todo el ordenamiento de la joven democracia.
Fueron 739 las leyes elaboradas en aquellas II, III, IV y V Legislatura. Y miles los decretos. Ningún sector (civil, penal, administrativo, fiscal, mercantil o procesal) se libró de la sacudida transformadora que se derivaba del proyecto de converger con el resto de Europa. Se quería ser como ellos, como los franceses, alemanes, ingleses en políticas educativas, sanidad, mercado laboral, carreteras, infraestructuras, reformas militares, derechos.
Y, para ello, se copiaban leyes de aquellos países, se transponían políticas y se legislaba, como nunca se había hecho hasta ahora en España, con el derecho comparado europeo en la mano.
Aquella idea de Europa impregnó hasta la retórica y la argumentación política. Una investigación sobre los discursos políticos de aquellos años pondría de relieve cómo el término «Europa» se convirtió en el argumento de más peso de los debates en el Parlamento y en la opinión pública: decir Europa era poner un triunfo sobre la mesa y acabar la discusión.
Hoy, 40 años más tarde, es seguro que, quitando el polvo que el tiempo ha ido depositando sobre la gestión de aquellos años, aparecen éxitos y también errores más o menos graves en todas sus políticas. Habrá que analizarlos en otro momento y en otro formato.
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Pero, sea cual sea la valoración de cada una de ellas (defensa, educación, sanidad, lucha antiterrorista, infraestructuras) siempre quedará el hecho incontrovertible de que el periodo 1982-1996 fue un momento en el que, como decía mi admirado Juan Marichal, España sincronizó su reloj con el de Europa y logró lo que no pudo conseguir ni la Generación del 14 ni los hombres de la República.
Este fue el hilo conductor de la acción de aquellos Gobiernos.
Creo que estos tres activos (liderazgo sólido, equipos solventes y una idea clara de qué hacer con el Gobierno) fueron el Manual de resistencia de aquel partido socialista. Los factores que explican que los españoles confiaran en el PSOE y lo mantuvieran en el gobierno hasta 1996.
Lo de después es ya otra historia, con otro tipo de liderazgo, otros equipos y otras ideas, sobre cuyo engarce con las necesidades reales de nuestra sociedad nos pronunciaremos en su momento los españoles.
*** Virgilio Zapatero es catedrático emérito, exrector de la Universidad de Alcalá y exministro de Relaciones con las Cortes.