FERNANDO ARAMBURU-EL PAÍS

  • Podría hacer una lista no corta de jóvenes revolucionarios que, con los años, dieron en férreos conservadores. Lo contrario ya es más raro

Llegado a cierta edad, a uno le da por pasarles la bayeta a los recuerdos. No es raro entonces que se formule preguntas. ¿Cómo habría transcurrido mi vida si no hubiera roto aquella antigua relación sentimental, si no hubiera cambiado de ciudad o de país, si hubiera ido por aquí y no por allá? Son preguntas sin respuesta que, como los crucigramas o los sudokus, sirven para entretenerse un rato. A veces me he preguntado cómo sería un encuentro del hombre que soy con el joven que fui. A Jorge Luis Borges una idea similar le inspiró un cuento célebre. Yo a lo más que llego es a imaginar una discusión con el chaval melenudo que llevó mi nombre durante el tramo de biografía que le correspondió. ¿Dónde está mi melena?, me pregunta receloso. ¿Qué hiciste con mis ideales? ¿A quién votas?

No me pasa inadvertido el tono de reproche. Creo estar en condiciones de aclararle que sin rupturas bruscas, pero con pequeños y meditados cambios de rumbo, se llega progresivamente de él a mí. Nunca me sucedió una caída en el camino de Damasco. Mi apego a los libros, en buena parte mérito suyo, me encaminó poco a poco hacia el sosiego del que él carecía. Obligaciones laborales y familiares relegaron a un segundo plano su afán juvenil de cambiar el mundo, ocupación para la que hacen falta energía y tiempo libre de los que no dispongo.

Le podría asegurar que, al socaire de cierta serenidad de fondo, no me ha ocurrido lo que a tantos que pasaron de un extremo ideológico al opuesto. Sabido es que la bola del péndulo subirá más alto, por un lado, cuanto más arriba esté cuando la suelten en el otro. Podría hacer una lista no corta de jóvenes revolucionarios que, con los años, dieron en férreos conservadores. Lo contrario ya es más raro. ¿Será ley de vida? Como dijo Carlos Edmundo de Ory en uno de sus aerolitos: “Que me entierren con gafas de sol”.