Luis Rodríguez Vega-El Confidencial
No alcanzo a comprender cómo puede decirse que colocar un lazo en un espacio público es libertad de expresión, mientras que quitarlo no esté amparado por esa misma libertad
Los lazos amarillos obedecen a una campaña de las organizaciones independentistas para reclamar el sobreseimiento de la causa que el Tribunal Supremo sigue contra parte de sus líderes, por los hechos ocurridos con ocasión de la proclamación de independencia de Cataluña.
Esta campaña parte de la base de que estos políticos han sido procesados por defender el derecho de autodeterminación de Cataluña y no por los graves sucesos que protagonizaron entre septiembre y octubre de 2017, por lo tanto, califican de presos políticos a los que se encuentran en prisión provisional y de exiliados a los prófugos.
Es una evidencia que en España la Justicia no persigue a nadie por sus ideas políticas, de lo contrario también perseguiría a aquellos líderes que defienden actualmente el mismo proyecto, pero también lo es que muchos ciudadanos, en especial en Cataluña, creen que dichas medidas son desproporcionadas y que obedecen a una persecución política.
Igual que niego que existan exiliados o presos políticos, asumo el derecho de los que discrepan a expresar su opinión y manifestar su desacuerdo con las resoluciones del procedimiento judicial, a pesar de lo que no puedo dejar de condenar a los cobardes que acosan a los que piensan de forma diferente, de uno u otros signo, o a los que actúan lealmente conforme a sus responsabilidades profesionales.
La libertad de expresión tiene límites, como reconoce el art. 10 del Convenio para la protección de los derechos y de las libertades fundamentales (CEDH). Aunque, de acuerdo con dicho precepto, esos límites pueden venir justificados por la necesidad de garantizar “la autoridad y la imparcialidad del poder judicial”, sigo creyendo que la libertad de crítica de las resoluciones judiciales es directamente proporcional a la independencia de sus tribunales, es decir, que a mayor independencia mayor debe de ser la capacidad de sus ciudadanos de criticar a sus jueces. El juez se encuentra sometido únicamente al imperio de la Ley, juzgar es un poder inmenso, que debe ser sometido a la crítica pública como una forma de control y para eso los procedimientos judiciales han de ser públicos, art. 6.1 del CEDH.
Igual que niego que existan exiliados o presos políticos, asumo el derecho de los que discrepan a expresar su opinión y manifestar su desacuerdo
He de reconocer que, como juez, vivo con especial recelo la desconfianza hacia la independencia e imparcialidad judicial que impulsa esta campaña y rechazo sus acusaciones con contundencia. Aun cuando en ocasiones ese recelo se transforma en irritación, una vez recuperada la imprescindible serenidad, también trato de comprender el dolor y la frustración con el que miles de ciudadanos viven los procesos judiciales contra estas personas.
Aunque estos procesos sean el resultado de la incompetencia de los políticos para contener el conflicto dentro de los límites que nunca debió desbordar, desgraciadamente, una vez superados esos límites por el independentismo y abiertos los procesos judiciales, la solución del conflicto requiere que se depuren las responsabilidades legales en las que aquellas personas hayan incurrido. Eso no me impide ser consciente de que los procesos judiciales no son la solución al conflicto político y lamentar personal y sinceramente la situación de los encausados, alguno de los que aprecio y respeto.
Como juez, vivo con recelo la desconfianza hacia la independencia judicial que impulsa esta campaña y rechazo sus acusaciones con contundencia
El problema de la campaña deriva, en mi opinión, de la parcialidad de las administraciones catalanas controladas por los partidos políticos independentistas, que no han querido mantener su necesaria neutralidad, como en todo lo que ha rodeado al ‘procés’. Mientras la campaña se limitaba a llevar un lazo amarillo en la actividad privada, la cuestión estaba perfectamente amparada por la libertad de expresión. Los problemas empiezan cuando la campaña se lleva al espacio público, donde necesariamente ha de convivir con otras ideas. Las propias instituciones, que son las responsables de poner los límites al uso de dicho espacio, no solo han renunciado a imponerlos sino que han tratado de apropiárselo para reivindicar unas ideas políticas en perjuicio de las de signo contrario. Así ha tenido ocasión de recordarlo el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña al Ayuntamiento de Sant Cugat del Vallés en sentencia de 5 de julio de 2018, con ocasión de la colocación de una estelada por el propio Ayuntamiento en un espacio público.
Es realmente curioso comprobar como ningún periodista de TV3 lleva el lazo amarillo en sus apariciones profesionales, y, sin embargo, los responsables políticos del Govern, empezando por el ‘president’, lucen ufanos el lazo en sus solapas. Es indudable que estos últimos ocupan su cargo porque sus opciones políticas han ganado las elecciones, por lo tanto, su gestión deberá responder legítimamente a esa posición política. Ahora bien, el ejercicio de sus funciones ha de responder a los principios de legalidad y objetividad (Art. 30 Estatuto de Autonomía). En esas condiciones, es lícito que cualquier ciudadano pueda interrogarse sobre la neutralidad con la que esos cargos públicos pueden ejercer sus funciones en esta materia y es más que probable que cualquier funcionario que luciese tal signo debiera abstenerse de resolver sobre un expediente de esta índole, lo que permitiría al expedientado recusarle en caso contrario (art. 23 y 24 Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público).
Es indudable que el independentismo no puede apropiarse de los espacios públicos, puesto que en ellos ha de convivir con otras ideas diferentes, pero corresponde a las administraciones públicas poner límites al ejercicio de la libertad de expresión en esos espacios. Ninguna Administración permitiría esa usurpación a ninguna otra opción política, pero el independentismo nuevamente se niega a reconocer límites a la voluntad del pueblo que dice representar.
No alcanzo a comprender cómo puede decirse que colocar un lazo en un espacio público responde al ejercicio legítimo de la libertad de expresión, mientras que quitarlo de dicho espacio común, acto que igualmente tiene una indudable intención política, no esté amparado por esa misma libertad. En Cataluña luchan dos relatos, el del independentismo, que defiende que los sucesos de septiembre y octubre fueron actos políticos sin eficacia jurídica y, por tanto, sin relevancia penal más allá de la mera desobediencia, frente a los que defienden que dichos sucesos fueron un verdadero intento de golpe de Estado. Pues bien, aun cuando los partidos independentistas no se lo acaben de creer, las Administraciones que gobiernan tienen que defender la libertad de expresión de unos y otros, y eso exige poner de forma inmediata límites a ambos para que puedan convivir, si no queremos que el conflicto vuelva a desbordarse.
*Luis Rodríguez Vega es magistrado de la sección 15ª de la Audiencia Provincial de Barcelona y presidente de la Asociación Profesional de la Magitratura en Cataluña