Una decena de veces tuvo que recordar el ministro Albares este martes, en la rueda de prensa tras el Consejo de Ministros, que la política exterior del Gobierno la dirigen el presidente y él mismo. Tanta insistencia en el argumento evidencia una preocupante inseguridad. O una certeza. Que el Ejecutivo es incapaz de mostrar una voz unívoca sobre asuntos vidriosos como la ofensiva terrorista contra Israel. Triste realidad la del responsable de la diplomacia que ha de aclarar si su palabra pesa más que la de una Belarra o una Yolanda. Así se ha visto tras el cruce de comunicados con la embajada de Israel, episodio inaudito en los últimos 45 años. No fue capaz de poner a la ministra morada en su sitio. Ni de levantar la bandera de la decencia. Ni de mostrarse como un diplomático digno. Expidió un comunicado infame, se humilló ante los socios podemitas, tan detestables e hiperventilados, hizo como que el asunto carece de importancia y miró hacia otro lado porque Sánchez no quiere líos internos antes de su consagración.
Albares, en efecto, es un especialista en naufragar en todas las polémicas. Durante su accidentado desempeño al frente de la cartera de Exteriores, ha propiciado dos estropicios diplomáticos de notable magnitud. Un bombazo por año. El primero fue la demolición de la política española en el Sáhara, con un volantazo promarroquí todavía inexplicado que acabó con décadas de equilibrio en el erizado escenario del Magreb. Ahora acaba de consumar el primer choque frontal con el Gobierno israelí a tan sólo unos días de sufrir el zarpazo terrorista más feroz de su historia. Más de 1.300 asesinados en apenas unas horas. Nunca tal cosa desde el Holocausto.
No ha sido preciso mucho tiempo para comprobar que Albares es un funcionario de una mediocridad afable al frente de una cartera que requiere altura intelectual, sólida preparación y una brillantez de la que, a todas luces, carece
Intentó Albares, en su comparecencia junto a la portavoz Rodríguez, lengua falaz, dar por clausurado su intragable pulso con Tel Aviv. En su alocada ofuscación, en sus improcedentes contorsiones, simuló un entendimiento con la embajadora sin sugerir reproche alguno a los podemitas. Simultanear ambos planos es incompatible. Recurrir a malabares verborreicos cuando un ejército terrorista, financiado por una teocracia criminal, pretende exterminar a todo un país resulta tan hipócrita como esperpéntico. Ninguna democracia occidental ha recurrido a tal ardid. Miente el ministro español cuando asegura que está recibiendo parabienes de sus homólogos occidentales. Miente cuando trata de justificar una posición que ninguna cancillería de la UE asume, entiende o aplaude. De ahí la comparecencia tardía de Sánchez al concluir la reunión del Consejo Europeo. Recuperar protagonismo y despejar las dudas que se ciernen sobre el Ejecutivo español. La embajada israelí, más sensata, optó por ‘pasar página’ del incidente, tal y como señaló su portavoz en esRadio. El mal ya estaba hecho.
No ha sido preciso mucho tiempo para comprobar que Albares es un funcionario de una mediocridad afable al frente de una cartera que requiere altura intelectual, sólida preparación y una brillantez de la que, a todas luces, carece. Cierto que España apenas ha contado, desde su restauración democrática, con figuras de relevancia al frente de su diplomacia. Quizás Areilza, Oreja, Piqué, Pérez Llorca y poco más. Una alineación poco lustrosa. Ahora hemos tocado fondo.
De ahí, a la cartera de Exteriores, una vez defenestrada aquella pobrecita de González Laya, sacrificada por su gestión del accidentado ingreso ilegal del jefe del Polisario en nuestro país
Juan Manuel Albares estaba adscrito, entre sus compañeros de carrera, a la cofradía de los trepas. Un escalador vocacional con limitadas luces y discurso romo. Su currículum, tan escueto como su bibliografía, apenas señala destinos de calado. Así, el consulado en Bogotá, una quisicosa en la OCDE, una consejería en la embajada en París hasta que, en 2015 se enrola en la aventura equinoccial de Sánchez para recuperar la secretaría general del PSOE, de la que había sido expulsado por intentar un pucherazo en la sede de Ferraz. De ahí, a la cartera de Exteriores, una vez defenestrada aquella pobrecita de González Laya, fulminada por su gestión del ingreso ilegal del jefe del Polisario y a la que apenas se le dio tiempo para enterarse de dónde estaba el cuarto de baño en su despacho ministerial.
Quizás Albares ha de repetirse cada mañana ante el espejo que el jefe de Exteriores es él. Quizás tenga en la mesilla aquella fotografía de cuando ejercía de sherpa europeo del gran narciso, a bordo del Falcon y con gafitas de sol a lo topgun. Quizás al volver a casa se ponga el vídeo de la noche de la OTAN en el Museo del Prado, momento cumbre de su raquítica carrera. Quizás incluso encienda algunas velitas para que su sumo protector tenga a bien mantenerlo en el puesto.
Algo que no está claro. El caudillo del progreso ha dado instrucciones de que, hasta que no amarre su investidura, no se habla de cargos ni de sillas. Silencio absoluto, ni quinielas, ni apuestas, ni mucho menos, mamoneos, pasilleos, peloteo y demás movimientos espurios en pro del sillón. Nadie tiene el puesto asegurado, cacarean los mayordomos de la Moncloa. Ni siquiera Félix Bolaños, ahora enredado en el laberinto de la amnistía. Al margen de Yolanda, la prensa del movimiento sólo consagra la continuidad de Teresa Ribera, ministra de lo verde, y Emejota Montero, su homóloga del Fisco. Ni siquiera Fernando G. Marlaska tiene lo suyo amarrado, aunque su conocimiento de secretos inconfesables –Pegasus y otras vainas- serán canjeables por un cómodo emplazamiento allá donde le pete.
La minúscula titular de Defensa tiene ahora otros planes, según confiesan en su entorno y murmullan en ámbitos de Moncloa. Le apetecería pasar por Exteriores
¿Y Albares? ¿Qué será de él? Sabido es que Sánchez carece de sentimientos, a nadie aprecia salvo a su persona y es un consumado artista a la hora de prescindir de leales y demás monaguillos. Su única guía es la que señala la punta del dedo mayor, que diría Kiko Veneno. Margarita Robles brujulea misteriosamente por el entorno de la silla de Exteriores. En la anterior remodelación le ofrecieron Interior pero declinó el regalo. La gran trujamana es la única que puede elegir destino. A ella le debe Sánchez tanto la frase letal en la sentencia de la Gurtel como la estrategia de la moción de censura que derribó a Rajoy. La minúscula titular de Defensa tiene ahora otros planes, según confiesan en su entorno y deslizan en ámbitos de Moncloa. Se le antoja Exteriores. Agárrate a la silla, pequeñín. Robles está harta del olor a grasa de tanque, de la marcialidad obligada, de la música militar y demás zarandajas. Sabe que la familia militar la detesta. Un cambio de aires puede hacer volar al lábil Albares, cuya trayectoria, funesta y estéril, le hace merecedor a traslado forzoso. Recordemos que si Dios escogió lo necio del mundo para avergonzar a los sabios, así Sánchez selecciona a los espíritus más imbéciles para armar sus equipos del éxito. Cuatro años por delante cogobernando con Otegui y Puigdemont requieren elementos alelados e insípidos, capaces de repetir cien veces ‘reconciliación’ y ‘entendimiento’ y ‘lo que usted mande’ sin tartamudear.