DAVID GISTAU, EL MUNDO 04/05/2013
«El desapego social hace pasar el discurso de las víctimas por chifladuras de lunáticos vengativos»
El Gobierno anterior mostró a ETA como un sujeto político con el que se podía concebir sin deshonra una relación bilateral, prácticamente entre partes igualadas por un mismo sufrimiento tan ajeno a la voluntad humana como el paso de un huracán. Para humanizar a los autores seriales de carnicerías, Eguiguren, aludiendo a Ternera, nos habló de esa complicidad generacional que hace chispa con sólo echarse al coleto unos cuantos potes. Los necesarios para alcanzar el grado etílico de exaltación de la amistad que, si no recuerdo mal, es el inmediatamente anterior al de canto de himnos regionales.
Desde entonces, sorprende comprobar cómo ETA ha desaparecido de las preocupaciones, y hasta de las emociones, de la opinión pública española. En parte, porque el imperativo económico apenas deja espacio para nada más. Pero también porque, cada vez más remoto el último asesinato, ETA carece de esos recordatorios sangrientos que eran lo único con lo que interfería en nuestras vidas. Estoy convencido de que ETA concluirá de convertirse en un recuerdo aséptico cuando entre en un videojuego; ahí, banalizados como divertimento juvenil, es donde han ido terminando todos los horrores europeos del siglo XX, con la excepción del Holocausto. Hasta la Guerra Civil tiene su videojuego.
Esta lenta cauterización, este desapego social que hace pasar el discurso de las víctimas por chifladuras de lunáticos vengativos, de vez en cuando sufre una bofetada. Impresionante fue la que le propinó Omar Jerez, el artista que se paseó por el barrio viejo de San Sebastián portando un cadáver simulado, y él mismo caracterizado como si acabara de herirlo un atentado. Parecía que, de repente, todos los viandantes eran como el niño de El sexto sentido y veían las almas penitentes de nuestro pasado. Esos muertos tantas veces ocultos por el «algo habrá hecho» y por el miedo a la Mafia, de pronto en la puerta del bar, cuando ya nadie esperaba que molestaran.
A Omar Jerez, yo le pediría que se hiciera con una acreditación parlamentaria. De forma que, cada vez que un miembro de Amaiur –la sonriente, cool demostración de lo normales que somos con o sin potes– tomara la palabra en su escaño para dar lecciones morales, él se limitara, caracterizado como estaba en San Sebastián, a cruzar en silencio el Hemiciclo.
DAVID GISTAU, EL MUNDO 04/05/2013