NICOLÁS REDONDO TERREROS, EL MUNDO – 06/04/15
· La supervivencia de Podemos y de Ciudadanos no está asegurada más allá de la vida política de Pablo Iglesias y de Albert Rivera. La prueba evidente que confirma esta tesis es la actual situación de Rosa Díez y UPyD.
Las revoluciones se gestan en sociedades con líderes sobresalientes bajo determinadas circunstancias, mientras las revueltas son la obra de líderes fuertes seguidos por sociedades afectadas por el particularismo. Parece lo mismo pero no es igual. En las revoluciones las sociedades vibran, el presente se convierte en pasado de repente, todo se torna viejo y se somete a una impugnación general; cuando acaban ya nada es igual. Se diría que un maremoto ha pasado por la historia y esta se ve obligada a pasar página. En este caso los líderes se ven sometidos a unas fuerzas más poderosas que sus palabras y sus ideas, se ven abocados a plegarse a las fuerzas superiores o a ser guillotinados por éstas, a veces en el sentido más literal de la palabra. Las revueltas en cambio son iniciadas, en ocasiones propiciadas, por líderes a los que la sociedad sigue con la confianza ciega que se suele tener en los caudillos, la fuerza en este caso no reside en la sociedad, sino en los cabecillas y se prolonga mientras se pueda mantener su ímpetu; no es extraño que el grupo extenuado, después de epifanías intensas, vuelva a la situación previa sin haber consolidado ninguna novedad.
España es un país de revueltas, no de revoluciones; siempre oscilando entre el entusiasmo por nuevas empresas –antaño imperiales y actualmente de dimensiones muy domésticas–, y el urgente desengaño, entre la ilusión por volver a empezar y el aburrimiento que provoca lo imperfecto. Es en ese ambiente público donde enraiza el particularismo español: «Estado de espíritu en que creemos no tener por qué contar con los demás», descrito por Ortega y que tiene muchas semejanzas con el individualismo entendido por Américo Castro, aunque la pugna entre los dos intelectuales sobre el origen de tal característica española fuese muy dura y perdurable. Una sociedad atacada por el particularismo no entiende la necesidad de contar con las instituciones comunes para lograr sus deseos, que no son negociables, o todo o nada. Ese apego radical y fundamentalista a nuestras pretensiones hace inviable cualquier negociación, que siempre es entendida como un fracaso previo y debilita la cohesión de la sociedad.
Algunos pueden pensar que este es el mal de los nacionalismos periféricos y tienen razón, pero no sólo de ellos; la salida de la crisis económica ha sido un buen ejemplo de cómo ese comportamiento se extiende por la sociedad española. No hemos sido capaces de diseñar una salida global y única de la crisis económica; si nos mostramos atentos, veremos que han prevalecido los diseños de colectivos, de grupos determinados y las soluciones que tenían una naturaleza horizontal han sido contempladas a veces por la mayoría con desdén, con rabia, y siendo el Gobierno el principal responsable de lograrlo, no es el único culpable. Y es en ese ambiente en el que la fe en los jefes sustituye a la incapacidad para la abstracción en el ámbito público y a la confianza en el sistema. Por ello hemos sido un país de caudillos, de líderes fuertes, de personalidades sobresalientes, alrededor de los que gira toda la vida pública en la política, pero también en la cultura.
Hace tiempo que reflexioné en este sentido, sobre la falta de crítica en las formaciones políticas y la preeminencia de los liderazgos individuales sobre las organizaciones, los proyectos y las ideas. ¿Quién no ve una reflexión oportuna sobre hiperliderazgos de esta naturaleza cuando se analizan las vicisitudes del PSOE y la figura de Felipe González o las del PP y la personalidad de José María Aznar? En los momentos en los que González fue más pragmático y heterodoxo la contestación sólo la tuvo de los sindicatos, en su partido no pasaron de algunas revueltas de sobremesa que terminaban cuando salían del restaurante; y cuando Aznar mantuvo su posición de apoyo a EEUU en la guerra de Irak no tuvo más que alguna posición de rechazo personal, sin ninguna relevancia pública. Y su final político-partidario no ha sido especialmente cruel si tenemos en cuenta que la facultad de los liderazgos absolutos de «hacer sin límites», que son aquellos a los que se da respetando las reglas democráticas toda la autoridad sin contrapesos, suelen tener como consecuencia el abandono, el vilipendio y el ostracismo más cruel.
Ahora parece que soplan vientos de cambio, se habla de la nueva y la vieja política con frecuencia, aparecen con fuerza, aunque menor de la que pronosticaban las encuestas, nuevas formaciones políticas que entusiasman y atraen toda la atención mediática. Confieso que soy partidario de hacer una separación tajante entre la política, actividad entreverada de discurso y acción, y la politiquilla, que se sustancia oponiéndose a todo en las tertulias televisivas, y no entre la nueva y la vieja política; como soy partidario también de la buena literatura o de la buena música, desechando otras clasificaciones, probablemente más fáciles pero menos apropiadas.
Con este estado de ánimo que expongo aquí, me dispuse a analizar a los abanderados de «las nuevas» políticas representadas en Ciudadanos y Podemos, y hacer la prueba del nueve, suficientemente fiable aunque no totalmente exacta, y que no es otra que la definida por la relación entre sus liderazgos, la organización y el proyecto político que representan, admitiendo desde el principio las inmensas diferencias entre ambas formaciones. Los podemitas exhiben una retórica populista contra la que denominan «casta» y son partidarios de algo tan antiguo y tradicional como volver a empezar, para construir una realidad política que allí donde se ha podido llevar a cabo sólo ha provocado miseria y opresión; los partidarios de Albert Rivera son proclives a las reformas institucionales. Los primeros arraigan su acción política en creencias a pesar de su presunto cientifismo, los segundos en una experiencia contrastada en su pugna con el nacionalismo catalán, unos tienen la arrogancia de quienes creen representan a toda la sociedad y los otros la humildad de quienes saben que nunca representarán a todos. Los de Podemos impugnan total y radicalmente la Transición, entendiéndola como una claudicación de los demócratas ante los poderes fácticos y por lo tanto recuperan una especie de lucha trasnochada contra el franquismo, aún vivo en su imaginación, y los de Ciudadanos se declaran herederos «a beneficio de inventario» de los padres de la Constitución del 78.
Sin embargo en ambas formaciones políticas he podido constatar que el liderazgo sobresale, aún con más fuerza si cabe que en los partidos tradicionales, ante una decaída organización y un discurso vaporoso, indefinido, en el que podría caber todo el mundo. No es posible entender ni comprender Podemos y Ciudadanos sin Pablo Iglesias junior y Albert Rivera; son más necesarios para sus formaciones políticas que González o Aznar, no está asegurada la supervivencia de ambas formaciones más allá de la vida política de sus líderes, afirmación que está perfectamente demostrada con la peripecia del partido que fue pionero en la pretensión de arrumbar el bipartidismo: la UPyD de Rosa Diez que probablemente y tal vez injustamente, tenga los días contados.
No obstante, se me impone una cautela a mi propia reflexión: en ambos casos, más claramente en Ciudadanos, las urgencias de los votantes, necesitados de nuevas ofertas políticas, han provocado inevitablemente el fortalecimiento de los dos líderes; no había ni tiempo ni espacio para ofrecer una amplia gama de dirigentes conocidos, con una organización moderna, adaptada al siglo de las nuevas tecnologías, que impone nuevas formas de relación con los partidos políticos, todo ello sin menoscabo de sus contrapesos internos que aseguran su funcionamiento democrático y un ideario definido, que puede ser amplio sin dejar de ser concreto. Sin Albert Rivera era imposible distinguir a su partido en Andalucía. En el caso de Podemos, están obligados a confeccionar un discurso amplio y sin perfiles definidos, el que se dibuja entre «los de arriba y los de abajo», si quieren lograr el objetivo de superar el techo de IU, y ésto también sólo puede hacerlo un profesional de la política pragmático y un tanto descreído como es su líder, Pablo Iglesias. La cuestión, por lo tanto, se posterga hasta ver si estos nuevos líderes son capaces de distribuir el poder, de crear organización y concretar un ideario para la sociedad. Veremos si lo logran, aunque el tiempo corre en su contra, tic-tac, tic-tac, tic-tac.
Nicolás Redondo es presidente de la Fundación para la Libertad y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.
NICOLÁS REDONDO TERREROS, EL MUNDO – 06/04/15