ABC-IGNACIO CAMACHO

Han debido de ir las cosas muy lejos cuando la bandera de una nación sirve de símbolo de protesta contra el Gobierno

POR más que el sedicente progresismo se empeñe en presentarlas como algo siniestro, un retorno cavernario a la España del No-Do o una hosca nostalgia de un país en blanco y negro con cunetas llenas de muertos, las manifestaciones de la derecha dan poco miedo. Su grado de agresividad tiende a cero; nada de ese tenso músculo izquierdista que agita masas de ceño fruncido y aspecto fiero, ni de esa truculenta retórica de combate que inflama los discursos de poder popular y de asaltos a los cielos. La gente que tomó ayer la plaza de Colón en el nublado y gélido domingo madrileño no parecía ir tanto de protesta como de paseo. Gritos, pocos y quedos, aplastados por una megafonía festiva de ritmos bullangueros acaso destinados a desperezar a la multitud del sueño. El ambiente podía resultar cualquier cosa menos bélico; el arma más peligrosa que portaban aquellos feroces guerreros eran banderitas de España –constitucionales, sin aguiluchos, de un rojigualda inclusivo y neutro– compradas en la venta ambulante por tres euros y ondeadas con lánguidos aspavientos. Tienen que haber llegado las cosas muy lejos y que ser muy hondo el descontento para que la bandera de una nación, el símbolo de su unidad en un mismo proyecto, se convierta en un emblema de disconformidad con el Gobierno, en la expresión silenciosa y educada de un severo, extendido estado de cabreo.

A simple vista, los presuntos orcos se habían ocultado bajo la respetable apariencia de personas normales. Familias burguesas, chavales con bufandas, matrimonios maduros con sus ancianos padres, grupos de amigos llegados de provincias que bostezaban de frío o por el cansancio del viaje. Con ese camuflaje se hacía imposible columbrar en la concentración la atmósfera torva e inquietante de una horda de energúmenos dispuestos a apoderarse por las bravas de las calles. Incluso los políticos de las primeras filas disimulaban el recelo casi congénito hacia sus compañeros ocasionales. Todos, eso sí, dirigentes y resto de la concurrencia, ofrecían muestras de escasa simpatía por un tal Sánchez y le reclamaban las elecciones que prometió convocar cuanto antes. Ése debía de ser el motivo por el que en las redes sociales la izquierda los motejaba de exaltados radicales ansiosos de volver a una dictadura tétrica y asfixiante, sin derechos civiles y con los demócratas en la cárcel. En cualquier caso el balance de la correría no fue grave; al cabo de media hora y de escuchar la lectura pública de un breve mensaje, el ejército de las sombras se retiró a tomar el aperitivo sin provocar incidentes, sin quemar contenedores ni agredir a nadie. Cualquiera habría pensado que sólo querían que los escuchasen. Pero en estos tiempos tan confusos no conviene confiarse; seguro que al llegar a sus casas a media tarde, las bestias se quitaron los disfraces y dieron rienda suelta a sus instintos salvajes.