Los plebiscitos y las preguntas

EL CORREO 05/10/14
JAVIER ZARZALEJOS

· Ahora, Canarias se une a la fiebre refrendataria blandiendo un referéndum para el que su competencia es dudosa

Tenían razón los federalistas canadienses cuando elaboraban la famosa –y, en general, mal comprendida– ley de la claridad. Hay que tener en cuenta que el precedente de la pregunta que se sometió al referéndum sobre la secesión de Quebec en 1995 se situaba entre el embrollo y el ultimátum: «¿Está usted de acuerdo en que Quebec debería convertirse en soberano después de haber hecho una oferta formal a Canadá para una nueva asociación económica y política en el ámbito de aplicación del proyecto de ley sobre el futuro de Quebec y del acuerdo firmado el 12 de junio de 1995?»

Una vez que la Constitución atribuyó a las provincias que integran Canadá la potestad de convocar referendos sin limitación en razón de su objeto, las dos claves para que las instituciones federales se considerasen vinculadas por los resultados de un proceso refrendatario sobre la secesión de Quebec eran la mayoría y la pregunta. De ahí que la claridad debía predicarse tanto de una como de otra. En cuanto a la pregunta, claridad significa, en primer lugar, pertinencia, adecuación de la pregunta a lo que somete a decisión, lo que estaba muy lejos de cumplir la pregunta del referéndum de 1995. En un referéndum se supone que el cuerpo electoral escribe el derecho, no hace un ejercicio literario ni histórico. Pero claridad significa también una formulación de la cuestión que permita contestar a ésta de manera inequívoca ‘sí’ o ‘no, sin terceras opciones. Por lo que se refiere a la respuesta, la claridad implica una nítida agrupación de las respuestas en uno u otro lado. Una vez emitidos, los votos no se explican, se cuentan y, contados, deben alcanzar las mayorías establecidas para garantizar una decisión bien asentada en la voluntad de los ciudadanos, depurada de los factores estrictamente coyunturales y ajenos al objeto de la consulta. A eso se refería en su momento Felipe González en el referéndum de la OTAN cuando pedía a los votantes que si querían castigarle esperasen a las elecciones.

En el reciente ‘independence vote’, David Cameron se autoflageló hasta el punto de justificar el castigo a su partido en las elecciones a cambio de que los escoceses rechazaran la secesión. Fuera de esta patética apelación, las condiciones del referéndum escocés fueron singularmente laxas: voto desde los dieciséis años, exclusión de los residentes en el exterior y ninguna exigencia de mayoría cualificada. Lo que resulta paradójico es que se critique tanto en Cameron lo que tanto se ha elogiado en la estrategia canadiense para afrontar el secesionismo quebecqués: la claridad de la pregunta sometida al electorado, sin ofrecer lucrativas ‘terceras vías’ que, planteadas una y otra vez como remedio al secesionismo, distorsionan el sentido y la gravedad de la decisión, otorgando ventaja a la estrategia nacionalista que de este modo gana en cualquier caso.

En efecto, los escoceses debían responder a una cuestión inequívoca: ¿Debería ser Escocia un estado independiente?. Sí o no. Es verdad que el compromiso de los tres partidos unionistas de ceder más poderes a Edimburgo, lanzado en plena campaña, pareció a muchos un sucedáneo de esta tercera opción que la pregunta del referéndum no concedía. No se podrá ponderar con certeza el efecto en los resultados de esa oferta de más autonomía; si fue o no decisiva para inclinar la mayoría hacia el rechazo a la independencia. Lo que sí parece claro es que la mayor torpeza de Cameron en este proceso no ha sido precisamente la pregunta que, una vez concedido el referéndum, resultaba clara e irreprochable para lo que se trataba de decidir.

Si la pregunta del referéndum quebequés de 1995 –no ha habido otro desde entonces– no era un ejemplo de claridad, las dos preguntas que ha planteado Artur Mas para su consulta refrendataria, hoy suspendida por el Tribunal Constitucional, no tienen nada que envidiar a aquella en su calculada ambigüedad. ¿Quiere que Cataluña sea un Estado? Y en caso afirmativo ¿quiere que este Estado sea independiente?. La eventualidad, por ejemplo, de que el electorado se decidiera por Cataluña como un estado –como Jalisco, pongamos por caso– pero en otro estado –España– que no es federal y que dejaría de ser Estado si se transformara en una confederación, abriría terrenos inexplorados en lo grotesco a la ciencia política y al derecho constitucional.

Ahora, Canarias se une a la fiebre refrendataria, blandiendo un referéndum para el que su competencia es dudosa, como arma de desafío que opone, otra vez, la voluntad popular a las instituciones representativas. Y de nuevo la pregunta; una pregunta sesgada, retórica, y manipuladora: ¿Cree usted que Canarias debe cambiar su modelo medioambiental y turístico por las prospecciones de gas o petróleo? Cambiar el modelo medioambiental y turístico, ahí es nada, juego de suma cero.

El inapelable efecto legitimador que se atribuye al referéndum como forma de participación no se compadece con las muchas posibilidades de manipulación en su uso, a excepción de procedimientos reglados como el de reforma constitucional. Esta versatilidad es la que hace del referéndum un instrumento político tan frecuentado por autócratas y populistas y tan poco atractivo para las democracias representativas. Hasta ahora. Porque el ascenso del discurso plebiscitario ha llevado a las democracias representativas un inquietante complejo de inferioridad frente a la eficaz retórica de los populismos que es urgente superar pero que no se superará a golpe de plebiscitos.