EL PNV no han tenido empacho alguno en reclamar el cumplimiento del actual Estatuto al mismo tiempo que reivindican su desbordamiento en la línea del fallido Plan Ibarretxe y de los nonatos Acuerdos de Loyola. Ambición tan desmedida, y tan imposible, por tanto, de satisfacer por un tambaleante presidente Zapatero, sólo puede apuntar, en la retorcida mente de un partido tan avezado en la negociación política como el PNV, a algo que de ninguna manera está contenido en ella, sino que de ella más bien se sirve para ocultar su verdadera naturaleza.
Los debates sobre el estado de la nación suelen seguir un guión previsible que apenas admite sorpresas. Su crónica podría dejarse escrita antes de su celebración. El que tuvo lugar los pasados miércoles y jueves no fue una excepción. Los oradores ejecutaron, por lo general, la partitura que encontraron desplegada sobre el atril, y sólo la clave o la entonación pudo mostrar cierta originalidad personal. Así, el presidente defendió su viraje político con el único argumento del que podía echar mano: la irresistible fuerza de la realidad. El jefe del principal partido de la oposición, por su parte, dirigió sus habituales chanzas y chacotas a ridiculizar la inconsistencia del presidente y a minar aún más su ya socavado crédito, sin dejar siquiera entrever cuál sería su propia línea alternativa de gobierno. Los partidos catalanes aprovecharon el ambiente que la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut había creado entre sus seguidores para dar rienda suelta a su enfado, aunque modulando cada uno, por supuesto, la intensidad del desahogo de acuerdo con lo que más creía convenir a sus intereses electorales. La izquierda oficial denunció, por fin, aunando en una sola las muy pocas voces que aún le quedan, el vergonzoso derechazo que el gobierno ha impreso a su política socio-económica. Todo, pues, según el guión.
Ahora bien, en ese contexto en que lo único destacable fue la rapidez con que fue ampliándose, a medida que se sucedían las intervenciones, el vacío que rodea al presidente del Gobierno, llamaron la atención las palabras que pronunció el portavoz del Partido Nacionalista Vasco. Dos cosas resultaron, a mi entender, chocantes en su discurso. La primera, su incoherencia interna. La segunda, la perplejidad que creó en la audiencia, que todavía hoy se pregunta qué buscarán realmente los jeltzales con su obsequiosa actitud final hacia el presidente Rodríguez Zapatero.
Por lo que se refiere a la incoherencia interna, resultó sorprendente el contraste que pudo observarse entre la extrema dureza con que el citado portavoz se empleó en el exordio y el cuerpo central del discurso, de un lado, y la amorosa entrega con que se rindió en el epílogo, de otro. Es sabido que el portavoz jeltzale es orador amante de la contundencia en la expresión, así como de metáforas y comparaciones. Tanto que, en ocasiones, el rigor de las ideas cede ante el colorido de las palabras. Pero, en el caso que nos ocupa, la descalificación de la política y hasta de la persona del presidente fue tan radical que nadie podría haber esperado, tras escucharlas, que irían a culminar, como de hecho culminaron, en una solicitud de alianza estable con aquel a quien tan cruelmente se había denigrado. De rotundo fracaso había calificado el portavoz de los nacionalistas vascos los dos ejes en que se había basado el programa del presidente de gobierno: la España plural y la España social. Y, sin embargo, tal calificación no condujo, como habría cabido esperar, a la exigencia de una inmediata disolución de las Cámaras, sino, por el contrario, a una petición de alianza para gobernar abrazados el resto de la legislatura.
En cuanto a la perplejidad que tales palabras extendieron a lo largo y ancho del hemiciclo en torno a lo que realmente pretende conseguir el PNV, los jeltzales, en vez de disiparla con aclaraciones posteriores, la han hecho todavía más intrigante con las quince Propuestas de Resolución que acaban de presentar para su debate y eventual aprobación en el pleno del próximo martes. En ellas han recogido, sin excepción, todas y cada una de las frustraciones y reivindicaciones, grandes y pequeñas, que han ido acumulando en su seno a lo largo de estos treinta últimos años de democracia. Hasta el punto de que no han tenido empacho alguno en reclamar el cumplimiento del actual Estatuto al mismo tiempo que reivindican su desbordamiento en la línea del fallido Plan Ibarretxe y de los nonatos Acuerdos de Loyola. Ambición tan desmedida, y tan imposible, por tanto, de satisfacer por un tambaleante presidente Zapatero, sólo puede apuntar, en la retorcida mente de un partido tan avezado en la negociación política como el PNV, a algo que de ninguna manera está contenido en ella, sino que de ella más bien se sirve para ocultar su verdadera naturaleza.
Qué sea ese algo que el PNV oculta con la exhibición de sus máximas aspiraciones no es fácil de precisar en estos momentos. Quizá ni siquiera su propia dirección sea capaz de formularlo con exactitud, hallándose todavía en un proceso de debate interno. Pero, aun sin poder concretarlo, seguro que lo tiene ya puesto en relación con lo que en estos momentos más la preocupa. En el corto plazo, quitarse de encima la presión política y mediática que pesa sobre ella por las imputaciones de espionaje y corrupción a las que están sujetos algunos destacados miembros de su partido, situando en el centro del escenario esta otra cuestión de indudable interés público. Y, en el medio, llenar el vacío que se ha producido en torno a Zapatero, con el fin de recuperar a través de su favor lo que ha perdido en el ámbito vasco. Podría incluso aventurarse que ambas preocupaciones, la del corto y la del medio plazo, estén relacionadas. En cualquier caso, a ellas también apunta la promesa que, día sí, día no, repite el PSE de mantenerse vigilante por lo que pueda ocurrir de desestabilizador en la negociación entre el PNV y el presidente Zapatero. Llovería sobre mojado.
José Luis Zubizarreta, EL CORREO, 18/7/2010