Ignacio Varela-EL CONFIDENCIAL

  • El expresidente jamás dice algo que no quiera decir precisamente aquí y precisamente ahora. Formulado a la inversa: todo lo que dice responde a la decisión previa de decirlo

La hermenéutica de Felipe González es un juego complejo donde los haya. Primero, porque el personaje lo es y, además, se recrea en ello. Segundo, porque el mensaje de fondo no siempre emerge a simple vista —aunque está ahí para quien quiera verlo: basta con conectar piezas aparentemente dispersas o, como decía Flaubert, prestar más atención, para hacer el collar, al hilo invisible que a las perlas deslumbrantes—. Y tercero, porque el tipo cambia los códigos de la interpretación en función de la situación y del momento.

En todo caso, el expresidente jamás dice algo que no quiera decir precisamente aquí y precisamente ahora. Formulado a la inversa: todo lo que dice responde a la decisión previa de decirlo, sea o no evidente el porqué y el para qué. Y tan significativo es lo que dice como lo que deja de decir, las menciones como las omisiones. Por si no lo han notado, estoy describiendo a un político profesional; el más profesional que he conocido en la política española.Partiendo de ahí, 6.000 palabras de entrevista como la que ha publicado El Confidencial —gran trabajo de Nacho Cardero y Carlos Sánchez— ofrecen una ocasión poco frecuente para buscar el hilo del pensamiento actual de González y engarzar en él las perlas discursivas, que nunca faltan. Un texto plagado de recados, unos más explícitos que otros, pero todos orientados.

Su tema recurrente, casi obsesivo, es el estado de la democracia. Quizá porque percibe que esa es la gran cuestión de nuestro tiempo, la batalla decisiva que se librará en esta década, y que su resultado es cada día más incierto (“hoy, la única certeza es la incertidumbre”). En el discurso de González sobre la democracia, hay muy poco de añoranza histórica o personal, nada lo incomoda más que el papel de abuelo Cebolleta contando batallitas. Cuando recurre a un episodio del pasado, es para proyectarlo sobre el presente o el próximo futuro. Habla muy poco de la democracia que fue y mucho de la que podría dejar de ser. En ese y en muchos más sentidos, su discurso quiere ser porfiadamente contemporáneo.a) El proyecto de país. Como subrayan Cardero y Sánchez, la frase “no reconozco un proyecto para el país” condensa la preocupación del expresidente. Regresa una y otra vez a esa idea cuando se le pregunta por las coaliciones de gobierno, por la relación entre el Gobierno y la oposición, por los atributos del liderazgo político en democracia (“los líderes están siendo sustituidos por caudillos populistas” que “dan respuestas simples a problemas complejos y, una vez acceden al poder, les da igual por dónde tiran”), por la gestión de la pandemia o por el manejo de los fondos europeos “para la reconstrucción de España” (sic). Una coalición funcionará si se basa en una visión del futuro del país, y fracasará en caso contrario. Los acuerdos se necesitan para compartir la parte más difícil del camino, lo que implica reconocer que existe una dirección común aunque se discrepe en muchas otras cosas.

Primer recado: “Hay que tener un proyecto político y ser lo menos mercenario posible, no venderse al mejor postor”. La falta de proyecto de país es el primer paso para que no haya país.Si ese es el espacio del consenso necesario, González delimita también el del disenso obligado: él jamás compartiría Gobierno con quien pretenda romper el “espacio público compartido”, cuestione el “paquete de ciudadanía” (los derechos y deberes que igualan a todos) o “sea incapaz de apoyar a las Fuerzas de Seguridad que nos protegen”. Segundo recado: es difícil construir un proyecto para España con quien no quiere que exista España.

González no solo reivindica y hace propio el llamado ‘régimen del 78‘, sino que reta combativamente a quienes lo impugnan a que presenten un modelo alternativo que lo supere. Si no les gusta el régimen del 78, desafía, expliquen con detalle el régimen que pondrían en su lugar. “Los pregoneros de la democracia perfecta nunca se atreven a decir cuál sería su modelo”.b) La lealtad. En el discurso de González, aparece por todas partes como la base de funcionamiento de una democracia. Reclama lealtad en un Gobierno de coalición, lealtad con las reglas del juego, lealtad a lo que se promete cuando se accede al poder, lealtad con la verdad (“se está legitimando mentir”), incluso lealtad con la realidad («conozco a muchos descerebrados que dicen que, pase lo que pase, ellos tienen el destino previsto y que hablan en nombre del pueblo con el 10% de los votos»). La política de la deslealtad es peor que inmoral, es suicida, porque destruye la confianza, que es el principio sustentador del sistema democrático. Al lector solo le queda el trabajo de poner los nombres debajo.

 c) El Estado de derecho, sometido a un proceso constante de erosión desde el propio poder político. Sardónicamente, recomienda a los gobernantes que incluyan entre sus lecturas el régimen jurídico de la Administración del Estado. Reclama que se revise toda la normativa excepcional producida durante el estado de alarma. Y constata con desaliento que “vivimos en la anomia” (no será por falta de pulsión reglamentista, añado yo).d) La España descentralizada, que no centrifugada. Quizá, dice González, nos quedamos cortos y debimos plantear desde el principio una fórmula federal. Pero, por un lado, admite que “no había margen de maniobra”, y, por otro, constata que “el federalismo no lo quieren ni los separatistas ni los separadores”. Lo que no debería impedirnos reconocer que, en la actualidad, “todos los poderes son multinivel” y que “las catástrofes no entienden de competencias”.

Felipe González se adhiere al planteamiento de Illa en Cataluña porque se reconoce en las tres patas de su diagnóstico: hay que reparar la fractura entre catalanes, hay que reconstruir la relación entre Cataluña y España dentro de la legalidad constitucional y hay que volver a tener en Cataluña un Gobierno que merezca tal nombre y no sea un mero piquete de agitación. Pero, sobre todo, porque “no me resigno a que ese problema no tenga solución”. (Ahí discrepamos: yo creo que la solución, si es que existe, pasa por un ejercicio previo de resignación bilateral).e) Vox: “Puede ser efímero o no tener techo”. Aquí viene el tercer recado para los aprendices de brujo, en forma de recordatorio: Mitterrand jugó a dividir a la derecha francesa con Le Pen y unos años después se encontró con Le Pen en la segunda vuelta y los socialistas obligados a votar a Chirac. “Aquí puede haber la tentación de hacer lo mismo”.

 Hay pocas expansiones personales en una entrevista densamente política. Rescato dos: “En lo único que me he vuelto radical es en la lucha contra los tiranos” y “mi cerebro es lo único que sigue siendo joven”. Salta a la vista la relación entre una cosa y la otra: nada hay tan joven y tan contemporáneo como la defensa radical de la democracia y la beligerancia con las tiranías del siglo XXI.