Tras librarse tímidamente del dictado de ETA, la izquierda abertzale no puede limitarse a ‘la crítica a las armas’; está obligada a desprenderse del discurso que le atribuía la defensa de los verdaderos intereses de Euskal Herria a cuenta del poder fáctico etarra. Es por lo que la banda terrorista desconfía del movimiento iniciado.
La efervescencia que hace quince días suscitaron las palabras de Rodríguez Zapatero, al señalar que los movimientos de la izquierda abertzale no serían en balde después de semanas de excitación en torno a ese mundo, ha sido acallada por una orden tajante de evitar la especulación; pero también por el silencio al que han regresado ETA, la izquierda abertzale y los distintos animadores del nuevo ‘proceso’. Seguramente es un silencio que volverá a romperse en poco tiempo, con comunicados y valoraciones que sonarán conocidos. Pero tan repentina discreción no sólo obedece a la necesidad del Gobierno -compartida de una u otra forma por el PP y por el PNV- de que la cosa no se le escape de las manos. Atestigua que ETA y la izquierda abertzale tampoco tienen mucho más que decir o, lo que es lo mismo, no pueden expresar lo que los demás les exigen.
En silencio, el Ejecutivo y los demás poderes del Estado sienten su propio vértigo. Rubalcaba estableció un principio general cerrado en relación a la legalización de la izquierda abertzale: o consigue que ETA desaparezca o rompe con ETA. Pero probablemente no se llegue a cumplir, en sentido estricto, ninguna de esas dos condiciones. La cautela decretada por el remodelado gobierno trataría de contener -o cuando menos posponer- el inevitable desorden. Es probable que ETA nunca proclame su desaparición. En el mejor de los casos dejará de existir sin que sus últimos integrantes formulen crítica alguna respecto a su ejecutoria de décadas. Lo cual, llegado el momento, podría obligar a las instituciones a certificar la extinción de facto de la trama terrorista, aunque lo hagan con extremada cautela y tras un largo período sin atentados ni actividad amenazante, porque también la democracia necesitará pasar página.
Siguiendo la misma lógica, es también probable que la izquierda abertzale vuelva a las instituciones como una formación plenamente legal sin haber condenado o repudiado nunca el terrorismo etarra ni reconocido explícitamente, sin subterfugios o fórmulas ambivalentes, el irreparable daño causado por ETA a personas con nombres y apellidos, y la cobertura prestada por HB, EH y Batasuna a esa crueldad. La izquierda abertzale se ha callado de pronto porque le ha llegado el momento de optar entre concurrir a los comicios de 2011 precipitando las cosas para ajustarse a la Ley de Partidos, o esperar a que sea el Estado de Derecho el que se avenga a reconocer los cambios que se produzcan a más largo plazo. La recogida de firmas exigiendo la puesta en libertad de Otegi, o la equiparación que se pretende entre las víctimas de ETA y las del Estado e incluso las del franquismo, serían el reflejo de que el mantenimiento de la unanimidad les inclinaría hacia la segunda opción.
La izquierda abertzale se enfrenta a un doble abismo. Está demasiado habituada a responder sólo a sus propias preguntas y a actuar en la escena pública según sus particulares reglas de juego. Por eso la evolución que debe operar no puede limitarse a ‘la crítica a las armas’, sino que está obligada a desprenderse de un discurso por el que se atribuía la defensa de los verdaderos intereses de Euskal Herria a cuenta del poder fáctico etarra, y a superar su proclividad al egocentrismo, confundiendo que el país entero parecía pendiente de lo que fuera a hacer con la representatividad que se otorgaba. El vértigo resultante provoca un silencio especial, dado que los dirigentes de la izquierda abertzale perciben que no les será suficiente con volver a la legalidad mediante un partido que se defina independentista y socialista tras librarse tímidamente del dictado de ETA; que es por lo que la banda terrorista desconfía del movimiento iniciado.
La matriz etarra dotaba a HB, EH o Batasuna de una cohesión interna que le permitió durante años pendular entre la ausencia de las instituciones y la presencia intermitente, e incluso oscilar entre la abstención y el voto favorable a tales o cuales propuestas. Pero, sin la tutela de ETA, a la izquierda abertzale le será imposible regresar a la legalidad sin verse abocada a aterrizar en la política real, ateniéndose a los compromisos a los que obliga la vida institucional. El ‘proceso democrático’ al que apelan los herederos de Batasuna se limitaría, como mucho, a su propia integración en las reglas de juego constitucionales. A partir de ese momento se pondría a prueba la coherencia de un fenómeno sociológico y político condenado a experimentar mucho más que la transformación del desarme.
Llegado el momento, la izquierda abertzale deberá optar entre una política sin alianzas o una línea de acuerdo estratégico con alguna de las restantes fuerzas parlamentarias. Si opta por la primera, tampoco podrá evitar coincidencias puntuales, en cada una de las cuales tendrá que retratarse. Si, por el contrario, comienza a explorar acuerdos más estables, se encontrará con el sempiterno problema estratégico que se plantea a cualquier formación política desde que Euskadi comenzara a funcionar como comunidad política: qué posición adoptar respecto al PNV.
Puede que el soberanismo pactista, que el partido de Urkullu parece querer ensayar durante lo que dure el mandato de Zapatero, no tenga otra consistencia estratégica que la de erosionar el ‘Gobierno del cambio’. Pero más difícil resultará que se abra paso una alternativa independentista y socialista, especialmente si la izquierda abertzale se mantiene impasible y deja en manos del Estado de Derecho su legalización para las generales de 2012 o las autonómicas de 2013.
Kepa Aulestia, EL DIARIO VASCO, 6/11/2010