José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
- A Merkel no solo la necesitaba Alemania, sino Europa entera, el liberal-conservadurismo y la esencia de lo auténticamente cristiano en la vida pública. Para el PP, en su convención, debería ser una referencia
Todo fueron especulaciones. Los temblores que se observaron en las manos, brazos y piernas de Angela Merkel en tres actos públicos en los meses de junio y julio de 2019 son todavía síntomas sin un diagnóstico médico definitivo. Los espasmos padecidos por la ya canciller en funciones de Alemania pudieron responder a un estado de ansiedad o de estrés, pero también a otras enfermedades, entre ellas, una considerada rara denominada temblor ortostático primario y que remite cuando el paciente se sienta y evita deambular. Se barajó también que la política alemana sufriera los efectos secundarios de algún tipo de medicación, y no faltaron suposiciones que atribuían las convulsiones a un mal de gravísima envergadura que el tiempo, sin embargo, no ha confirmado.
Pero, más allá de la indagación médica de los espasmos de Angela Merkel, su vulnerabilidad física se produjo al mismo tiempo que la política. La extraordinaria mujer que ha conducido desde 2005 el Gobierno de la primera economía de la Unión Europea, acumulando casi 18 años de liderazgo en su partido (la Unión Demócrata Cristiana de Alemania), la representante por excelencia de los valores de un conservadurismo inteligente, integrador y sensible a los signos de su tiempo, inclemente con la xenofobia, receptiva a los desafíos del cambio climático y de la inmigración, referente de un feminismo discreto y eficaz, iniciaba su medida retirada de la vida pública con una inquietante sintomatología de decaimiento físico.
Las convulsiones de Angela Merkel en el verano de 2019 se convirtieron en una metáfora de nuestro tiempo. El liderazgo más sólido —y, al tiempo, también el más tradicional— de las democracias europeas avanzadas, exponente de la ecuación de valores cívicos largamente vigentes tras la II Guerra Mundial, entraba públicamente en una agitación física descontrolada trasunto de la sísmica política que azotaba, y sigue haciéndolo, a las democracias liberales que han ido sustituyendo a dirigentes moldeados en los principios que Angela Merkel ha desenvuelto en su larga gestión por otros de perfiles encontrados y contradictorios con los de esta gran alemana, continuadora de los grandes nombres de la política europea del siglo XX.
No es sorprendente que Angela Merkel sea la personalidad más valorada por los españoles en la actualidad y lo haya sido, incluso, en los momentos en que la República Federal alemana, bajo su gobierno, marcó el ritmo de las políticas de austeridad durante la gran recesión que comenzó en 2008 y que dejaron secuelas en forma de precariedad laboral, desigualdad social y económica y agrietamiento de un sistema político sobre el que ha impactado la incompetencia de la clase dirigente con liderazgos de rasgos especialmente contrarios a los que los españoles admiraban en la jefa del Gobierno alemán.
Según un sondeo de Metroscopia elaborado en enero de 2020, Merkel recibía una valoración positiva del 72% de los encuestados y negativa de solo el 23%. Lo excepcional es que la política germana era aprobada por los electores de todos los partidos: el 54% de los de Unidas Podemos, el 73% de los del PSOE, igual porcentaje que de los de Vox, el 83% de los del PP y el 88% de los de Ciudadanos. Tampoco es casualidad que la valoración de los españoles de la figura de la canciller se haya ido incrementando a medida que hacían aparición en el escenario político nacional e internacional otros actores infinitamente menos deseables, como ayer recordaba Nacho Cardero en este diario citando la más reciente encuesta del Centro de Investigaciones Pew, en la que la aceptación de la alemana se incrementaba hasta el 86%.
Uno de los problemas que los ciudadanos detectan como de singular importancia, según los últimos barómetros del Centro de Investigaciones Sociológicas, es la desconfianza que suscitan los dirigentes públicos españoles. La conversación pública se ha desatado en un criticismo radical hacia los políticos y los partidos quebrando la vinculación de confianza que conllevaba el principio de representación y deslizándose a la denominada antipolítica, de la que surge el escepticismo sobre los sistemas democráticos liberales. Y que procura progresivas adhesiones a los que se conocen ahora como modelos iliberales, aquellos que se entregan a los hombres fuertes, esos cirujanos de hierro, en versión del regeneracionista español Joaquín Costa, que ya son referentes de la nueva era.
Es un nuevo mundo que, sin embargo, parece no saber cuáles son sus activos (progreso) y cuáles sus lastres (retroceso). Por ese desconcierto existencial se vive en una incertidumbre que impulsa hacia concepciones del futuro cada vez más próximas a las distopías, a futuribles indeseables, pero tan verosímiles que generan un auténtico vértigo. La distopía ya no es ciencia ficción, sino que los elementos de los relatos de esa naturaleza están en el presente en forma de inestabilidad política, conflictos ambientales, flujos migratorios de gran envergadura, derechas iliberales y radicales, populismos orientados por los criterios de un comunismo reformulado, tecnologías que maniatan la libertad y, en definitiva, modelos de convivencia alienantes.
No puede omitirse que a toda acción —en este caso, de erosión de determinados valores vertebrales— le sigue una reacción que en nuestro país se ha expresado a través del crecimiento electoral de una opción de extrema derecha de perfiles aún difusos, pero que se intuye puede prosperar aún más si el conservadurismo liberal no enhebra una buena estrategia añadiendo talento a su desmantelada cúpula partidaria y si el actual Gobierno de coalición entre el PSOE y Unidas Podemos persiste en alimentar con señuelos, a veces simbólicos, a veces efectivos, el discurso extremista que devora al moderado y empuja al electorado a un esquema binario de decisión en el que la gama de grises queda absorbida por esas disertaciones que, con un eufemismo digno de mejor causa, se pronuncian sin complejos, o sea, de ruptura.
Coincidiendo aritméticamente con la retirada de Merkel, se inició ayer en Santiago de Compostela la itinerante convención del PP, que culminará el domingo en Valencia. En la canciller, y en sus políticas a caballo entre las convicciones y el pragmatismo, tiene Pablo Casado un modelo al que referirse, un espejo en el que mirarse, una pauta de comportamiento a la que atenerse. Fiarse del ejemplo de Merkel —y hasta de sus temblores, en lo que tengan de reflejo de una angustia por las confrontaciones estériles y peligrosas— es tanto como introducir serias correcciones en los mecanismos de acción-reacción de la derecha democrática española que hoy representa el PP.
Según algunos intérpretes de nuestro presente, la normalidad española es el disenso, lo que William Davis en su ‘Estados nerviosos’ explica como “la intrusión del conflicto en nuestra vida cotidiana”, y la excepcionalidad ha consistido en los años de consenso. Eso es lo que está ocurriendo en el mundo occidental y en España. Seguramente, a Angela Merkel le hizo temblar convulsivamente el futuro distópico ya profetizado por Rafael Sánchez Ferlosio: “Vendrán más años malos y nos harán más ciegos”. En este escenario, la canciller alemana ha sido un modelo en el que convergían las virtudes del moderantismo, la sensibilidad y la discreción. A Merkel no solo la necesitaba Alemania, sino Europa entera, el liberal-conservadurismo y la esencia de lo auténticamente cristiano en la vida pública y, desde luego, la derecha democrática española.