José Luis Zubizarreta-El Correo

  • El auto del Supremo sobre las solicitudes de revisión en el caso del ‘procés’ deja claro que ningún poder puede retorcer la ley sin someterse al control judicial

La independencia de los tres Poderes del Estado –Ejecutivo, Legislativo y Judicial– está siempre amenazada en razón de la íntima interrelación que entre ellos existe. Los tres actúan, aunque desde distinta perspectiva, sobre el mismo objeto, la ley, y ninguno puede prescindir de los otros. Tan próximos conviven, que sólo con esmero pueden evitarse interferencias indebidas. De hecho, en la relación entre el Ejecutivo y el Legislativo, su estrecha proximidad suele acabar degenerando, respectivamente, en dominio o sometimiento. No son, en efecto, pocos los Estados de Derecho en los que el Parlamento, salvado el estadio del debate y contraste de ideas y propuestas, y llegados al punto de las resoluciones, actúa como correa de transmisión del Gobierno y mantiene con éste una relación parecida a la del muñeco con el ventrílocuo. El nuestro es uno de ellos. El hecho de que la legitimidad de ambos se origine en las mismas elecciones condiciona, cuando no determina, su modelo de relación. No resulta fácil asegurar la eficacia del Gobierno sin imponer disciplina en los parlamentarios que lo apoyan.

Cosa distinta es la independencia del Poder Judicial respecto de los otros. Sus respectivas legitimidades, aunque referidas en última instancia al pueblo, tienen origen diverso. La interferencia es, por ello, más fácil de evitar y cada uno puede defender mejor su ámbito de poder. Sin embargo, la prevalencia que en la práctica ostentan el Ejecutivo y el Legislativo tiende a hacer del Judicial objeto de su voracidad. En esta legislatura hemos visto un caso paradigmático. No me refiero al control que la política ha ejercido sobre el CGPJ ni a la burda e injuriosa oposición con que parte del Ejecutivo ha reaccionado frente a la interpretación judicial de la ley del ‘sólo sí es sí’. Más digno de análisis resulta, por su sutileza, la fina esgrima dialéctica que han entablado el Tribunal Supremo, de un lado, y el Gobierno, de otro, a propósito del ‘procés’ catalán.

Todo empezó con un doble propósito del Gobierno: sacar el conflicto del ámbito judicial y devolverlo al político –«desinflamar» y «desjudicializar» fueron las palabras clave– a fin de asegurarse la permanencia en el poder gracias al apoyo de los condenados. El primer lance fue el indulto otorgado a éstos en contra del criterio del TS, medida que éste debió de rumiar en incómodo silencio, pensando, quizá, que la venganza se sirve en frío. Pero, siendo el indulto insuficiente para los condenados, el Gobierno se vio forzado a embarcarse en un arriesgado plan para desmontar, pieza a pieza, con la ayuda del Congreso, los efectos penales de la sentencia judicial. Derogó el delito de sedición y lo sustituyó por el menos gravoso de «desórdenes públicos agravados», a la vez que rebajaba las penas del de malversación cuando no hubiere lucro personal, actuando, además, con precipitación y enorme torpeza técnica. Era el momento. Aprovechándose de las solicitudes de revisión por parte de los condenados, el TS respondió a esos cambios con un auto demoledor que enervaba el vigor «desinflamatorio» de las lenitivas medidas del Ejecutivo. Este toma y daca entre poderes, por divertido que resulte desde la perspectiva de una cierta frivolidad intelectual, responde a la esencia misma de lo que significa la relación entre poderes en un Estado de Derecho y merece una valoración, cuando menos, ponderada y rigurosa.

Mientras el Gobierno ha titubeado en su reacción y optado por el silencio, el proceder del TS no ha dejado de provocar reacciones favorables o contrarias, según se emitan desde ámbitos cercanos o lejanos a la política gubernamental. En los segundos ha causado contento; en los primeros, indignación. Ejemplo son los duros términos en que, desde estos últimos, se ha tachado al tribunal de extralimitación y militancia política, además de otros varios que cabría calificar de tenebroso alarmismo. Y, aunque el auto adolece de tono un tanto prepotente que podría haberse evitado, su contenido no merece tan extrema valoración. Por el contrario, al pronunciamiento unánime de la sala segunda del Alto Tribunal ha de reconocérsele el mérito de haber puesto negro sobre blanco el principio de que no caben en el Estado de Derecho poderes que osen retorcer el sentido de las leyes sin creerse sometidos a control judicial. Y, en mi opinión, el auto del TS lo ha hecho con acierto al interpretar tanto el alcance de la ley como sus límites.