ABC-IGNACIO CAMACHO

Ningún barón del PSOE irá más allá del escarceo dialéctico ni usará su poder institucional para cuestionar al Gobierno

QUÉ pena no ser Jaime Campmany, ilustre antecesor de esta columna, para glosar con toda la fecunda riqueza del castellano la rústica metáfora de la vaselina de García-Page. Cuánto jugo le hubiera sacado el maestro a esa escatológica frase, con su zumba murciana, su rico acervo de refranes y esa maña tan socarrona que se daba para la letrilla y el romance. Uno quisiera parecerse a él en estos trances, o haber logrado aprender del también difunto Alcántara el delicado arte de la ironía estilizada y elegante, del certero dardo verbal que vuela envuelto en el suave celofán del lenguaje. Pero todo lo que se le ocurre al respecto a este escribidor corre el riesgo de resultar impublicable, por escabroso o por socialmente incorrecto, o de caer en la broma fácil. Digamos, pues, para no pisar terreno pantanoso por tratar de ser brillante, que la gráfica alusión del presidente manchego sugiere, con elegancia más que cuestionable, que le escuecen por salva sea la parte los tratos de Sánchez con los separatistas catalanes. Y que como el toma y daca cuaje en plenas navidades va a tener que echar mano del popular lubricante. Podía haber sido menos rudo pero entonces no hubiese acaparado titulares ni llamado la atención de nadie.

Sucede que esta oposición es meramente retórica, de boquilla, puro postureo. Más clara y más honesta que la de otros barones socialistas, desde luego, pero ni él ni el aragonés Lambán están dispuestos a ir más lejos. Hablan para su gente, para poner a salvo su propio trasero ante unos votantes alarmados por el posible acuerdo, a sabiendas de que su voz carece del mínimo peso en un partido cuyo líder ha laminado a golpe de referéndum la influencia de los escalafones intermedios. Ya es algo; a Susana Díaz no se le ha escuchado ni eso. El malestar de los dirigentes del PSOE más tradicional es cierto porque a su electorado le chirría el acercamiento a un nacionalismo supremacista que trata a las regiones menos desarrolladas con evidente desprecio. No pasarán, sin embargo, de la expresión más o menos transparente de su desaliento, que caerá en vacío porque el sanchismo ha erradicado cualquier atisbo de debate interno. Ninguno plantará cara más allá de estos escarceos dialécticos; ninguno usará su poder institucional para cuestionar la estrategia del Gobierno. Entre el patriotismo de partido y el de país se quedan con el primero. Así es también en todas las demás formaciones, aunque resulte un pésimo consuelo: un poquito de discrepancia para aparentar autonomía de criterio y a la hora de la verdad, todos quietos y firmes ante el mando supremo.

Así que, salvo un milagroso ataque colectivo de razón constitucionalista, los disidentes del pacto con ERC van a tener que hacer en estas fiestas provisión de antiácidos y de bálsamos de parafina. Para digerir ruedas de molino y para proteger del escozor… las palmas y las rodillas.