Miquel Escudero-El Imparcial

Lunes 01 de agosto de 202220:00h

Tengo la costumbre de ir al cine cada semana y acabo de ver una película preciosa y emotiva, creo que no tardaré en volver a verla; no es nada frecuente en mí este deseo. Al principio me hice a la idea de que iba a ver una cinta del tipo Bienvenidos al Norte (Bienvenue chez les Ch’tis), de Dany Boon; la sátira divertida que da cuenta de un mal funcionario al que se destierra a una zona lejana del centro y que acaba enamorándose de lo que a muchos les parece detestable o ridículo. En la película que digo no es exactamente así, no es para reír a mandíbula batiente, sino para sentir una belleza personal, también la paisajística.

Me refiero a Lunana, subtitulada ‘un yak en la escuela’. Primera obra dirigida por el fotógrafo y cineasta Pawo Choyning Dorji. Diré que yak es una palabra inglesa recogida en el diccionario de la lengua española (DEL) que procede del tibetano gyak, y que significa un “bóvido que habita en las altas montañas del Tíbet, notable por las largas lanas que le cubren las patas y la parte inferior del cuerpo. En estado salvaje es de color oscuro, pero entre los domésticos abundan los blancos”.

Pawo Choyning Dorji nació en Bengala occidental, un estado de la India, y leo que tiene nacionalidad butanesa. El Reino de Bután tiene unos 41.000 kilómetros cuadrados y sus habitantes no llegan a 800.000 almas; Timbú es su capital. Está ubicado en la cordillera del Himalaya, al igual que Nepal, Pakistán, la China y la India. Estos dos últimos, grandes países, limitan con Bután, el cual no tiene salida al mar.

Hasta el siglo XVIII, los occidentales no distinguían entre las dos regiones que hoy llamamos el Tíbet y Bután; este último nombre es de origen francés y los primeros occidentales que dejaron constancia de su visita fueron unos jesuitas portugueses. Al comienzo del siglo XX, Bután quedó ligado a la India (país que hoy día le lleva la política internacional) y no se independizó del Reino Unido hasta acabada la Segunda Guerra Mundial. Y hace ya medio siglo que es miembro de la ONU. Consideran oficialmente el factor ‘felicidad nacional bruta’ y hace apenas veinte años que levantaron la prohibición sobre el empleo de Internet y televisión. Se rige por una monarquía constitucional con la división de los tres poderes ejecutivo, legislativo y judicial.

Pues bien, un joven está acabando sus prácticas de maestro (un contrato de cinco años con el Estado), sin ningún interés por su labor. Vive con su abuela y sólo está pendiente de su móvil y de unos cascos con los que escucha música, su gran pasión. Sueña con ir a trabajar a Australia como guitarrista. De natural risueño y amable, tiene novia y amigos, se desentiende de todo lo demás.

Tras una entrevista con una representante del Ministerio de Educación, que le reconviene su actitud de desidia, se le ordena viajar de inmediato a Lunana, una alejada aldea con apenas medio centenar de habitantes, para dar clase a unos niños que están sin maestro. Pesaroso, a Ugyen no le queda más remedio que obedecer y trasladarse allí en un viaje de varias jornadas, primero en una furgoneta y luego a pie, acompañado de dos lugareños. Como ya estaba previsto, no tarda en perderse la conexión wifi, débil e insegura, y no le queda más remedio que guardar su móvil y sus cascos. Contiene su contrariedad, mantiene las formas y sigue caminando y hablando lo justo con sus compañeros aldeanos. Como espectadores, disfrutamos de unos paisajes frondosos y verdes, que, en cambio, no dejan de resultar inhóspitos para el caminante urbanita, al estar cada vez a mayor altitud. Unas dos horas antes de llegar a Lunana, se encuentra con que medio pueblo se ha congregado para darle la bienvenida, a él, el maestro que ‘toca el futuro’, y todos juntos le acompañan hasta la aldea. Gentes humildes, agradecidas, llenas de dignidad y afecto, cuya sencillez y bondad comenzará a hacer mella en el joven maestro que se sabía radicalmente distinto a ellos y se sentía oprimido ahí.

La escuela, al lado de su caseta, carece hasta de pizarra y sólo tiene unas mesas y sillas, para él y sus nueve alumnos. Poco a poco irá haciéndose cargo de un papel protector y responsable, que va más allá del compromiso profesional que le obligó a desplazarse. Comparte canciones, anécdotas, sonrisas, miradas y frío… combatido con el estiércol de yak. Y, casi sin darse cuenta, se aficiona a enseñar a aquellas criaturas, se encariña con ellas.

A pesar de todo lo que recibe de unos y otros, cuando le comunican que le ha sido concedido el visado para ir a Australia, sabe que quiere cumplir aquel anhelo tan antiguo. Por un momento, la memorable y tierna despedida que recibe le hace dudar. Se da cuenta de que necesitará volver a Lunana y que lo hará un día. Le han llegado al corazón. Él no levanta expectativas y no promete nada, calla.