José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
La política doméstica queda al albur de una decisión judicial externa a nuestro sistema jurisdiccional y esa transferencia de capacidad decisora produce irritación y malestar
Las campañas de los líderes iliberales que tanto abundan son hostiles a las instancias internacionales de fiscalización de las decisiones de los órganos nacionales, sean políticos o jurisdiccionales. El populismo nacionalista que triunfa en Estados Unidos, en el Reino Unido, en Hungría o en Polonia, entre otros países, apela a la vieja soberanía de los Estados rebobinando la historia. Un ejemplo vale, a veces, más que 1.000 palabras: Donald Trump acaba de neutralizar el Tribunal Arbitral de la Organización Mundial del Comercio que resolvía los graves pleitos comerciales entre países porque su entendimiento nacionalista no le permite asumir unas reglas de juego que introduzcan elementos de cohesión que superen las propias fronteras.
Se trata de un proceso de introspección muy contagioso, abrazado por Boris Johnson, que ha justificado la salida de su país de la Unión Europea en la repelencia a someter a sus tribunales nacionales a los internacionales, entre otros muchos argumentos.
Concretamente, el Tribunal de la UE, que resuelve la cuestión prejudicial planteada por la Sala Segunda del Tribunal Supremo sobre la inmunidad parlamentaria (europea) de Oriol Junqueras, tiene como función garantizar que la legislación de la Unión se interprete y aplique de la misma manera en cada uno de sus países miembros, asegurando que todos ellos y las instituciones europeas cumplan con la legislación de la UE. A la jurisdicción de este tribunal, como a la de Derechos Humanos en Estrasburgo, se someten los Estados voluntariamente, y ese compromiso forma parte del ideal político más potente desde la Segunda Guerra Mundial: una Europa vinculada estrechamente en la que no exista la posibilidad de nuevas y devastadoras confrontaciones.
Estos días —basta con escuchar foros, debates y tertulias, y leer análisis y opiniones más o menos coherentes—, se está impugnando que España deba someterse, resignando parte de su soberanía, a tribunales que indican cómo proceder a los propios (es el caso de hoy) o que revisan las sentencias dictadas por nuestros órganos jurisdiccionales (es lo que ocurrirá con la sentencia del Supremo sobre la condena por sedición, malversación y desobediencia en el proceso soberanista catalán). En uno y en otro caso, la política doméstica queda al albur de una decisión judicial externa a nuestro propio sistema jurisdiccional y —siendo las cuestiones que se someten a revisión tan delicadas— esa transferencia de capacidad decisora produce irritación y malestar. Ahí —y en declaraciones de Santiago Abascal al ‘Corriere della Sera’ el pasado 19 de noviembre— está el germen de un propósito ahora solo en ciernes: el discurso del ‘exit’ español de la UE siguiendo los pasos de los peores euroescepticismos.
Uno de los 11 abogados generales del Tribunal de Justicia de la UE, con cuyo dictamen se ha preparado la sentencia de este jueves por ese organismo y que se sigue por los magistrados en la mayoría de los casos (un 80%), entiende que “una persona que ha sido oficialmente proclamada electa al Parlamento Europeo por la autoridad competente del Estado miembro en el que tuvo lugar esa elección adquiere, únicamente por ese hecho y desde ese momento, la condición de miembro del Parlamento, independientemente de cualquier formalidad ulterior que esté obligado a cumplir, ya sea en virtud del Derecho de la Unión o del Derecho Nacional del Estado miembro en cuestión”.
Según este criterio, las normas españolas que exigen el acatamiento (juramento o promesa) presencial a la Constitución española no resultarían aplicables para adquirir la condición plena de europarlamentario y, así, Oriol Junqueras sería miembro de la Cámara de la Unión desde que fue proclamada su elección por la Junta Electoral. El dato fundamental es que el presidente de ERC ya está condenado por sentencia firme del Supremo con penas de prisión (13 años) y de inhabilitación absoluta, con lo cual, la sentencia de Luxemburgo, caso de entrar en el fondo de la cuestión que plantea el abogado general señor Szpunar, dudosamente alteraría su situación. Sin embargo, dependiendo del pronunciamiento del tribunal, se producirán efectos políticos que alimentarían las expectativas de otros dos electos, no condenados pero sí procesados, como Puigdemont y Comín.
Que la sentencia de Luxemburgo (esta de este jueves o cualquier otra) merma nuestra soberanía estatal es una realidad voluntariamente asumida por nuestra adhesión a la Unión Europea. Jugamos con esas reglas y a ellas hay que estar. A las duras y a las maduras. Pero no caigamos en ingenuidades: reveses o éxitos judiciales —en el Tribunal de la UE o en el de Derechos Humanos de Estrasburgo— determinan la política interna, y esa es una estrategia en la que se ha empleado a fondo el independentismo, y con menos énfasis el Estado. No obstante, es precisa una reflexión: cabeza fría, porque siempre gana no aquel que trampea con oportunismo sino el que con coherencia y disciplina se somete a un arbitrio externo.
Romper estas reglas de compromiso —y se están rompiendo en muchos países por fuerzas refractarias a una concepción abierta y renovada de la soberanía de los Estados— nos conduce a planteamientos de gobernanza en los que crecen con feracidad los discursos autoritarios y las políticas restrictivas. Hay que mantener el vínculo europeo y la fe en el espíritu europeísta, porque la victoria de los que subvierten la legalidad nacional consistiría en que en España se produjese un movimiento que impulse la salida de la UE, que ya cuaja en varios Estados miembros tras el clamoroso repliegue británico.