«La luz pública lo oscurece todo». Ciertamente, después de tantas horas de declaraciones, de virtuosos razonamientos de los intelectuales llamados por la Comisión del 11-M, el interés espurio que parece haber inspirado a los legisladores ha logrado impregnarlo todo, y hemos acabado sin saber nada, sin haber aprendido nada.
Ha transcurrido un semestre desde que aquel aciago 11 de marzo se cometieran en Madrid los atentados más terribles de los que se tiene noticia en la historia del terrorismo en España. Aunque esa historia se remonta a todo un siglo y, sólo en las últimas tres décadas, contabiliza sus víctimas mortales por centenares y sus damnificados por miles, nunca hasta ahora la sociedad española había asistido a un acontecimiento tan destructivo como el de aquel día en el que, alrededor de las ocho menos cuarto de la mañana, las explosiones provocadas por unos terroristas islámicos en cuatro trenes de cercanías que se aproximaban a la estación de Atocha, se llevaron para siempre las vidas de 191 personas y dejaron heridas en otros dos millares. Un semestre vivido como un suspiro; seis meses que nos prometían un conocimiento completo de tan sobrecogedora experiencia colectiva y, más aún, el aprendizaje de las lecciones que pudieran extraerse de ella; seis meses en los que, a pesar de los sumarios abiertos, de la investigación parlamentaria y de la atención periodística, parece, para nuestra frustración, que sabemos cada vez menos, como si el aluvión de noticias hubiese arrasado nuestra memoria.
Desde mi punto de vista, para situar adecuadamente la significación del terrorismo teniendo en cuenta principalmente a sus víctimas, es necesario establecer tanto su historia vivida individualmente, como su sociología colectiva. No puedo ahora detenerme en la primera -como, por lo demás, se ha hecho excelentemente en varios libros elaborados a partir de testimonios de primera mano-, pero sí en algunos de los aspectos más notorios de la segunda. Tomando como referente a las víctimas mortales, puede decirse que en los atentados perdieron su vida seres de todas las edades: algunos niños y adolescentes, jóvenes estudiantes o trabajadores, sobre todo personas maduras que se encaminaban a su actividad laboral, y también algunos mayores jubilados. Una buena parte de ellos -casi seis de cada diez- eran hombres y los demás mujeres, tal vez porque éstas todavía tienen en España menos oportunidades de trabajo que aquellos. Porque, en efecto, casi todas las víctimas -el 92 por ciento- eran trabajadores con empleo y sólo una minoría estaba, en aquel momento, inactiva. Y sus ocupaciones abarcaban un amplio abanico de oficios, la mayoría de los cuales requerían bajos niveles de cualificación, pues en sólo un tercio se anotan en profesiones medias o superiores. Más de la mitad de ellos estaban casados y cuatro de cada diez solteros, lo que no excluye que algunos de éstos ya hubieran emprendido un proyecto de vida en común con su pareja; unos pocos vivían separados y también había algún viudo. Además, el 44 por ciento tenía descendencia -1,9 hijos por cada uno, en promedio-, lo que añade un punto más de tristeza a esta tragedia. Tres cuartas partes eran españoles y el otro cuarto extranjeros: inmigrantes que vinieron a esta tierra prometida que, para ellos, es Madrid, el lugar donde encontrar una nueva vida. Y casi todos murieron solos. Pero uno de cada diez compartieron tan terrible destino con familiares que viajaban con ellos en los trenes.
Eran, pues, gente corriente como cualquiera de los millones de personas que pueblan Madrid. Algunos parten de esta constatación para sostener que el terrorismo islámico es indiscriminado. No han entendido nada, pues éste, como los demás terrorismos, discrimina siempre a los inocentes. Ninguna de las víctimas era merecedora de un castigo y, menos aún, del horrible final que se cruzó en su destino. Su radical inocencia denuncia la perversión de quienes, buscando el poder, no dudan en emplear la muerte como portadora de un mensaje de terror hacia toda la sociedad, de un chantaje que busca su desistimiento. Los terroristas prometen que, si se accede a sus pretensiones, se acabará todo. Y, en efecto, si ocurriera así, todo se acabaría: los aromas de la primavera, el mar que se adivina bajo la luz crepuscular del verano, más allá del Parque del Oeste, cuando la mirada se pierde en el horizonte, la algarabía nocturna del Madrid despreocupado, los infinitos tonos del cielo en noviembre, la libertad.
Es esa perversión la que hace ilegítimo el método de combate político de los terroristas. Por ello, ninguna causa, ninguna opresión cierta o imaginaria, ningún pasado remoto o histórico pueden justificar el terrorismo, haciéndolo aceptable, o al menos tolerable, a nuestros ojos. Y, sin embargo, es el discurso sobre las causas el que ha inspirado casi por completo el trabajo de la comisión parlamentaria. Un discurso que engaña, pues promete terminar con el origen del mal que anida en el alma humana; que, de alguna manera, les dice a las víctimas que deben resignarse pues son partícipes de esa culpa colectiva que a todos nosotros, por no ser como desean los terroristas, nos corresponde; que amordaza los sentimientos impidiendo que inspiren el intelecto que necesariamente ha de orientar la lucha de la sociedad contra esta opresión; que, en definitiva, nos deja inermes, tanto en lo material como en lo moral, frente a los liberticidas.
Siendo esto así, no puede sorprendernos que nuestros representantes parlamentarios no hayan sido capaces de ofrecernos un diagnóstico certero sobre los hechos, que no se hayan adentrado en el espinoso problema de la organización de la lucha antiterrorista, que no hayan sabido valorar los recursos financieros de los que ha de disponer el Estado para sostener a las unidades policiales, militares y de inteligencia destinadas a ella, que no hayan propuesto medidas legislativas para perfeccionar el marco jurídico con el que defender la democracia, que ni siquiera hayan establecido la nómina de los que, siendo viajeros en los trenes de Atocha, directamente padecieron el embate del once de marzo. Pues si es cierta la lista de los muertos, no lo es, sin embargo, la de los heridos. Así, mientras el Ministerio del Interior informa de unos mil quinientos, la Audiencia Nacional los eleva hasta mil ochocientos -aunque, de momento, su oficina judicial sólo ha ofrecido acciones a poco más de doscientos- y la Comunidad de Madrid afirma haber atendido en sus hospitales a 2.062. De manera que sobre lo más relevante, el consuelo y la protección de las víctimas, dándoles las indemnizaciones a las que tienen derecho, regularizando su situación si son inmigrantes, atendiendo a las secuelas físicas y psicológicas de sus heridas, se ha extendido un manto de silencio. Parecería como si los próceres de la nación quisieran hacer otra vez verdadero el aforismo que formulara Martin Heidegger: «La luz pública lo oscurece todo». Porque, ciertamente, después de tanta comparecencia, de tantas horas de declaraciones, de los virtuosos razonamientos de los intelectuales llamados por la comisión, el interés espurio que parece haber inspirado a los legisladores ha logrado impregnarlo todo, y hemos acabado sin saber nada, sin haber aprendido nada. Y todo el sufrimiento de aquel día se ha convertido en polvo que se lleva el viento.
Mikel Buesa es catedrático de la Universidad Complutense de Madrid.
Mikel Buesa, ABC, 10/9/2004