ABC-IGNACIO CAMACHO
El amparo de España se echa de menos cuando tantos venezolanos demócratas se están jugando literalmente el pellejo
SI ha habido un golpe de Estado reciente en Venezuela fue el que organizó Maduro para atornillarse en la presidencia. Mandó a un Parlamento ya disuelto nombrar un Tribunal Supremo de su cuerda, suprimió el referéndum que iba a revocarlo y por último, como la oposición controlaba por amplia mayoría la asamblea, se inventó una cámara constituyente paralela. Todo en los últimos años ha sido un despropósito, incluidas las elecciones presidenciales que ganó por práctica incomparecencia, dado que los partidos adversarios habían sido dados de baja en una criba previa. Al menos Chávez siempre procuró una cierta formalidad democrática para mantener las apariencias. Su sucesor no se ha molestado en disimular la conversión del régimen autoritario en una tiranía bananera, con presos políticos, brigadas de presión callejera y éxodo masivo de una población desesperada ante la galopante pobreza. Los mediadores internacionales, excepto Zapatero –él sabrá por qué–, se han cansado de malgastar fuerzas en un simulacro de negociación sin voluntad de avenencia. El país vive hace tiempo en un conflicto civil que sólo de milagro no se ha convertido en guerra abierta. Y el Gobierno ha abierto bases a Rusia para tratar de amedrentar a Trump y a la siempre pusilánime Unión Europea.
La autoproclama del opositor Guaidó, líder de la única mayoría legítima, es como poco extraña porque todo es irregular en este marco, un caos en el que el tardochavismo ha convertido su propia Constitución en papel mojado. Pero las principales naciones libres del continente le han dado su respaldo y la UE se lo acabará expresando cuando se sacuda su rutinario apocamiento diplomático. España, de la que se espera una natural posición de referencia en asuntos latinoamericanos, puede hacer al respecto dos cosas: impulsar desde su autoridad moral y política un proceso de transición con elecciones libres o cruzarse de brazos, que es lo que hasta el momento ha hecho Sánchez mirando de reojo a sus socios bolivarianos. Al presidente debe de producirle urticaria que Rivera y Casado coincidan con la opinión de un Felipe González al que es imposible escuchar sin sentir nostalgia de su liderazgo.
El Gobierno bonito tiene una oportunidad de demostrar si sabe desenvolverse en problemas feos, aunque para ello tenga que desmarcarse de sus aliados de Podemos, últimos mercenarios del chavismo irredento. La cuestión esencial no consiste tanto en reconocer a Guaidó, si bien se debería empezar por eso, como en aislar a Maduro para quitarle cualquier esperanza de amparo europeo y otorgársela en cambio a los venezolanos demócratas que se juegan literalmente el pellejo. Eso es exactamente lo que han hecho sus colegas argentinos, ecuatorianos, brasileños, estadounidenses, colombianos, canadienses o chilenos. A la madre patria se la está echando de menos: una cosa es la prudencia y otra el mamoneo.