Madrid era una fiesta

Vivimos lo mejor posible el momento sin mirar demasiado hacia el futuro. Pero hay que ejercer la violencia, proporcionada y controladamente, por desagradable que parezca. El Estado no puede asumir el discurso hedonista y dejar en el desamparo a la sociedad, especialmente a los que se esfuerzan defendiéndola. Hay en todo esto algo de los felices años veinte, que acabó como acabó.

El día del orgullo Gay celebrado en Madrid constituyó todo un acontecimiento. Miles y miles de gays venidos de fuera se dieron cita y alabaron ante los de aquí la gran liberalidad existente en este país y el nivel de reconocimiento de derechos que se disfruta gracias al impulso del Gobierno de Zapatero. Somos la envidia en este aspecto de muchos ciudadanos del mundo, y está bien que este tipo de libertades tengan sus fechas y marcos para celebrase. Pero no se trata tan sólo del reconocimiento de unos determinados derechos recién alcanzados, o la celebración de la fiesta para reivindicar más, hay otro aspecto en esta fiesta que supera la mera defensa de determinados colectivos y posibles libertades pendientes.

En este acontecimiento existe una exaltación tal de su aspecto hedonista que, junto a otras manifestaciones no tan explosivas, puede decirse que asistimos a la constitución de una cultura alternativa desde ese sector social en gran medida capitaneado. Cultura, ciertamente subversiva, que supera el mundo gay y otros y que tiende a extenderse en toda la sociedad. El qué me importa, la felicidad del momento como sea, o ponerse el mundo por montera, conecta demasiado con una revolución frustrada de finales de los sesenta, de fuerte tinte anarquista en Europa y de mayor amplitud en USA a través del movimiento hippy, fracasadas entonces en la dicotomía entre bloques, pero que pudiera tener ahora más campo de acción en la izquierda teniendo en cuenta que uno de aquellos bloques, el suyo, desapareció.

No se trata de una alternativa cerrada, estará siempre por hacerse, además, no tiene fin, y no supone, ni desea serlo salvo cuando se manifiesta enfrentada, una concepción filosófica general. Sólo por su radicalidad y cuando se enfrenta toma apariencias de general. Es parcial, no olvida su origen y razón sectorial, pero por su carácter subversivo conecta, como cada espacio del fuelle de un acordeón, con el de al lado. Homosexualidad, feminismo, ecologismo, multiculturalidad, pacifismo, etc., etc. se unen. Siendo común a todos ellos su origen ajeno y su enfrentamiento a los valores actuales, hijos de la ilustración y de la necesidad del Estado erigido por ella como instrumento para posibilitar y garantizar la convivencia, poseen una enorme capacidad de convencimiento y proselitismo ante vacíos ideológicos amplios y el socavamiento desde organismos de poder político de las reglas, valores y convenciones que rigen la democracia moderna.

Se basa en la quimera del hombre bueno ( a excepción del hombre muy malo del necesario enemigo), el diálogo es el instrumento suficiente, y por lo tanto debe desbordar optimismo puesto que si no el andamio ideológico se cae. De ahí las enormes dosis de optimismo que necesita enarbolar para hacerse creíble, y el saboteo o descripciones falsas de realidades nocivas, como el terrorismo -al que se le descubrirá justificaciones y aspectos buenos- que necesita realizar para que esta concepción funcione. A la vez que debe demonizarse lo establecido, su cultura, sus instituciones, sus partidarios –calificados de fachas y derechas- desconociendo, o haciendo creer que se desconoce, que la izquierda europea, la socialdemocracia, también se ha nutrido de esos valores republicanos, comparte esa cultura, convenciones e instituciones con la derecha. Por eso, al compartir mucho la derecha y la izquierda, a nuestro alrededor hay democracias estables y los países son naciones, y la izquierda de estas naciones es consciente de que dicha cultura alternativa lo es en primer lugar contra la propia izquierda.

El problema se plantea cuando tal concepción optimista y hedonista de la existencia choca con realidades crueles. El padre de una soldado enviada a Afganistán expresaba hace días su disgusto con desesperación por el hecho de que su hija fuera a un país y a un conflicto donde nada se nos ha perdido y con el que nada tenemos que ver. Poco tiempo ha perdido el discurso dominante en explicar la importancia que tiene el acosar a los talibanes para evitar el fortalecimiento de su organización que va a venir a atacarnos cuando menos lo esperemos, como así fue el 11M. Mucho le cuesta comprender al ciudadano que su hija corra importantes riesgos cuando el discurso dominante es el agradable discurso de la alianza de civilizaciones. Mal se van a jugar la vida por defender la libertad de todos cuando desde las más altas instancias del Ministerio del Interior se arenga diciendo que nadie quiere ser víctima del terrorismo, lo que pudiera ser considerado un sutil llamamiento al desacato a cumplir con el deber los funcionarios y militares, sino además, llamar al desistimiento a los virtuosos ciudadanos que se presentan a las elecciones en el País Vasco sin ser nacionalistas, o, aún menos trascendente, aquellos ciudadanos que osan criticar el nacionalismo en Euskadi. Ante la virtud cívica, ante el sacrificio del ciudadano no tiene explicación alguna esta cultura del qué me importa. Es más, vacía de contenido, de honor y heroísmo a los que con toda, parte, o apenas conciencia de los riesgos que asumían, se jugaban la vida para que los demás la disfrutemos. Para esto, para el civismo, para el valor del ciudadano, no tiene explicación el discurso emergente, sino que lo agravia. Porque siendo un discurso para pasarlo bien y ofrecer a todo el mundo mucha felicidad, es un discurso para el desistimiento, la derrota y el caos.

Lo sabían bien desde la antigüedad los primeros ciudadanos griegos. La polis, el Estado, debía de dar sentido al sacrificio de sus hijos caídos en su defensa ante el enemigo, porque toda la sociedad tiene enemigos, o el exceso de compresión los acaba creando -los nazis como ejemplo vale-. La tragedia en muchas ocasiones es el canto que pone en valor y da sentido a ese sacrificio del hombre. A nadie se le ocurrió clamar que no tenía sentido la muerte de un compatriota en defensa de la colectividad, y menos desde la jerarquía del ejército arengar diciendo que se prefiere morir que matar. La realidad social a veces es muy cruel, lo es siempre, hay que encauzarla y colocarle obstáculos para que no explote en violencia desde su interior o venga ésta desde fuera, y entonces se le pide a los ciudadanos sacrificio dándoles, por supuesto, sentido a ese sacrificio desde el mismo Estado. No sé si algún responsable de los que nos gobiernan en la actualidad han leído un solo tratado de teoría política. Parece que no.

En estas circunstancias somos una sociedad para vivir lo mejor posible el momento sin mirar hacia el futuro demasiado. Sin embargo hay que ejercer la violencia, proporcionalmente y controladamente, por desagradable que parezca, contra los terroristas, el diálogo sólo los arma, si no queremos que la violencia nos destruya. Hay que persuadir al enemigo externo con soldados para que no nos ataque, sin caer por supuesto en el militarismo ni en la gestación de un estado policial. Pero el estado no puede dejar, asumiendo el discurso hedonista, en el peor de los desamparos a la sociedad, especialmente a los que se esfuerzan por defenderla o han dado la vida por ella.

Por lo demás si se empieza a entender la paulatina entronización desde el poder del nuevo discurso del placer y de lo momentáneo se empezará a entender las reformas políticas que en lo territorial nos conduce hacia un caótico confederalismo, a la buscada negociación con ETA para acabar facilitando su reorganización y rearme –es evidente que ETA, nacionalista ella, no comparte el discurso del buen talante- o las alianzas postelectorales del momento, o las que se darán en un futuro, tras el prisma de esta nueva concepción del mundo y de la política, y, por supuesto se entenderá algo mejor el surrealista debate de la nación. El ciudadano seguirá obligado a pagar sus impuestos – que serán hedonistas los que nos rigen pero también burócratas y nada tontos a fin de mes, que el hedonismo empieza por uno mismo-, sin embargo acabará encontrándose indefenso, desamparado, y, lo que es peor, sin ningún tipo de sentido si se enfrenta a la arbitrariedad y a la agresión y tiene la mala suerte de caer.

Mientras Madrid era una fiesta para muchas personas, o en determinados lugares, entre ellos el País vasco, la vida es un western o una tragedia griega, que es lo mismo. Hay en todo esto algo de los felices años veinte, que acabó como acabó.

Eduardo Uriarte, BASTAYA.ORG, 10/7/2007