Sólo faltaba esto. El otro día tuve la oportunidad de conocer en primicia el interior de la futura Galería de las Colecciones Reales, que se abrirá al público el próximo junio en Madrid. No sólo el magnífico edificio de los arquitectos Emilio Tuñón y Luis Moreno Mansilla, sino buena parte de lo que tendrá dentro, y que ya ha empezado a instalarse. La nómina quita el hipo.
Caravaggio, Goya, Velázquez, Bernini, El Greco, Mengs, Tiépolo o Tiziano son sólo algunos de los artistas cuya obra se expone en la Galería, pero ojo a las piezas que podrán verse de otros menos conocidos como el flamenco Joachim Patinir, su paisano Juan de Flandes o Luisa Roldán —escultora de cámara de Carlos II y Felipe V—, además de armaduras, códices, joyas, carrozas o tapices de gran singularidad y formidable valor.
Y de propina, los restos sacados a la luz durante la obra, con parte de la muralla y una de las puertas de entrada a la Mayrit islámica, que junto a los muros de las casas contiguas permiten obtener una instantánea de la ciudad que fue hace ya más de mil años y que fascina y sobrecoge a partes iguales.
Digo que sólo faltaba esto porque si Madrid ya contaba con tres museos de primera categoría —el Prado, el Thyssen y el Reina Sofía—, alineados en ese Paisaje de la Luz declarado como Patrimonio Mundial por la Unesco, ahora va a sumarles un cuarto. Una galería en la que hay varias obras —sirvan como ejemplo la Salomé de Caravaggio o el Cristo de Bernini— que en cualquier lugar justificarían por sí solas la visita y el viaje.
Con hitos como este, Madrid se va, se despega sin remedio, a lomos de un éxito y una proyección exterior por cuyas razones y consecuencias quizá convenga interrogarse. Y que desde luego hay que celebrar. Pero también, sin duda, mirar críticamente.
No son sólo los indicadores económicos, como ese PIB que cada vez representa una porción mayor de la tarta nacional, la cifra de negocios de su hostelería o el número de inmigrantes, empresas y turistas procedentes de otros países que vienen a orillas del Manzanares. Basta caminar por Madrid a cualquier hora, cualquier día, para ver un nivel de actividad, también un bullir de vida, que no tiene parangón. Y desde luego no entre las que siempre fueron sus competidoras, con histórica ventaja.
Siempre se dice que Madrid se beneficia de las rentas de la capitalidad. Pero de esas rentas dispone desde que los Austrias fijaron en ella la Corte, hace ya cientos de años. Y sin embargo, hasta anteayer mismo, otros territorios de España, en particular Cataluña y el País Vasco, la aventajaban en todos los órdenes. Y, desde luego, en creación de riqueza. Tal vez porque ese Gobierno central al que siempre se le acusa de favorecerla no dejó nunca —ni aun con Franco— de favorecer tanto o más a otros.
Algo ha pasado en lo que va de siglo, y en los últimos años del siglo anterior, que ha propiciado este sorpasso con perfiles de escapada. Y no parece que sea la talla descomunal de quienes han gobernado la autonomía madrileña. De hecho, alguno pasó ya por el banquillo y todavía quedan causas pendientes. Aunque algún acierto, forzoso será reconocerlo, han debido de tener.
Tampoco parece que sea la superior condición cívica de los madrileños, un pueblo hoy formado por aluviones provenientes del resto de España y de otros muchos países. Aunque quizá no deba desdeñarse el vigor con que la ciudadanía madrileña ha reivindicado lo que importa para la vida, verbigracia la sanidad pública, no aquietándose como otras a los recortes del poder.
Hay un factor que viene de fuera, y que afecta de manera singular a esos otros territorios antaño adelantados y que ahora se rezagan. Lugares donde no pensar de cierta manera, no tener como propia una lengua o no profesar determinada visión de la sociedad le invita a uno, tanto si ha nacido allí como si viene de fuera, a poner tierra de por medio, so pena de vivir como intruso indeseado y ciudadano de categoría inferior.
Tiempos no lejanos ha habido donde la invitación era en forma de violencia que hacía temer por la supervivencia física. Hoy ese expediente está desterrado, pero subsisten formas de violencia moral que no son menos convincentes.
Y si no, que le pregunten a una enfermera gaditana que habría podido ser muy útil a una sociedad donde faltan, expulsada como leprosa por el solo delito de hablar una lengua y mostrarse reacia a alcanzar en otra un nivel que no era indispensable para su trabajo.
En Madrid no hay nada de esto, y se sabe. Eso hace que quienes nacen madrileños no sientan la presión de irse, y que muchos que nacen en otros sitios tengan el deseo de venir. Entre unos y otros, por descontado, las personas con talento, que no tienden a ser dóciles a los mandatos arbitrarios del poder.
Añadiré algo más. En cierta ocasión formé parte del jurado de los premios que anualmente otorga la Comunidad de Madrid. Si no recuerdo mal, en esa ocasión —ha habido otras— fueron dos los catalanes premiados. Por más que pongo en el empeño mi mejor afán, soy incapaz de imaginarme el caso inverso.
Volviendo al principio, podría haberse planteado, en otras circunstancias, que una galería nutrida con el patrimonio de la Monarquía Hispánica se instalara, por ejemplo, en Barcelona, que siempre fue una gran capital de sus representantes. Y en la que algunos de ellos residieron durante largas temporadas.
Sólo hay un pequeño inconveniente. Quienes allí mandan ya han decidido no sólo que no son españoles, sino que España y cuanto representa debe erradicarse. Cómo llevarla allí.
Y así todo. Quizá el objetivo es que Madrid muera de éxito.