Javier Zarzalejos-El Correo

Lo que está sobre la mesa no es la victoria de la oposición, sino el inicio de una transición que debe culminar con unas elecciones libres y las garantías que han estado ausentes en Venezuela

El jueves pasado el ministro de Asuntos Exteriores, Josep Borrell, hacía unas declaraciones sorprendentes. No hablaba de reconocer a Juan Guaidó como presidente interino de Venezuela pero reconocía que sería necesario «un proceso de intervención» si se quiere que se celebren elecciones democráticas y añadió que la situación había cambiado significativamente respecto a la que había 48 horas antes. En efecto, dos días antes, España junto otros cuatro países de la Unión (Italia, Portugal, Holanda y Francia) pedían a la Alta Representante de Política Exterior, Federica Mogherini, poner en marcha el denominado ‘Grupo de contacto’ para mediar ante el régimen de Maduro.

Pero ese cambio tan dramático de los acontecimientos con el que Borrell explicaba la rápida caducidad de aquella iniciativa no era tal. Lo que sorprende es que la diplomacia de la Unión y de Estados tan relevantes no supieran lo que se estaba gestando en Venezuela; que entre sus previsiones no figurara la posibilidad de que Juan Guaidó asumiera la jefatura del Estado de acuerdo con las previsiones constitucionales, que no consideraran que una vez declarada la ilegitimidad de la presidencia de Maduro -también por la UE- esa ilegitimidad no iba a tener consecuencias. Sorprende, en definitiva, la propia sorpresa que parecen haber causado unos acontecimientos que constituyen la continuación esperable de la crisis venezolana.

No han sido días, ni meses, sino años los que la oposición viene arriesgándolo todo para conseguir un proceso de normalización democrática. Al mismo tiempo se han ido acumulando las diferentes iniciativas de mesas, negociaciones y mediaciones saldadas siempre con la ausencia de resultados, salvo para el régimen al que se le daba la oportunidad de exhibir una supuesta sensibilidad humanitaria concediendo graciosamente la libertad y forzando al exilio a presos políticos previamente encarcelados sin ningún tipo de garantía.

En contra de los que quieren calificar la proclamación de Guaidó como golpe de Estado, la verdad es que la actuación de la oposición ha seguido las pautas constitucionales. El presidente interino ha sido elegido por la Asamblea Nacional, el único órgano de legitimidad indiscutida. Precisamente para neutralizar a la Asamblea Nacional, Maduro puso en marcha su Asamblea Constituyente como un contrapoder inconstitucional que se atribuía potestades omnímodas para dejar sin efecto la voluntad ampliamente mayoritaria de los venezolanos. Una vez que Maduro ha incurrido en la ilegitimidad de su presidencia, el acceso de Guaidó a la presidencia interina es la consecuencia constitucional obligada. En realidad, quien se ha «autoproclamado» presidente es Nicolás Maduro y es Maduro, no Guaidó, quien carece del reconocimiento mayoritario de la comunidad internacional.

Si se tiene en cuenta la evolución de los acontecimientos desde hace años, la reacción del Gobierno español y del conjunto de la Unión Europea ha sido más que insuficiente. Lenta y carente de articulación argumental, la respuesta española lo que ha transmitido no es tanto prudencia sino desconcierto e imprevisión, aderezada con las habituales dosis de retórica para ganar tiempo. Naturalmente que pedir elecciones libres es un deseo inobjetable pero la cuestión es cómo se llega a esos comicios, quien los convoca y en qué condiciones. Y es evidente que ni Maduro, ni su siniestro entorno pueden hacerlo. Por eso, la posición expresada ayer por el presidente del Gobierno no sale de esta contradicción: ¿cómo se puede pedir que convoque elecciones una autoridad -Maduro- cuya legitimidad se niega? Hay que suponer que el plazo de 8 días concedido a Maduro para que convoque elecciones libres no es más que un recurso retórico que busca reforzar las razones que lleven al reconocimiento de Guaidó. Si es así España y la UE se podían haber ahorrado el trámite y reconocer directamente a Guaidó. Imaginemos que Maduro, efectivamente, convocara elecciones aunque sólo fuera para embarrar el terreno. Entraríamos directamente en un escenario kafkiano. Ha parado la música y España y la UE se han quedado sin silla.

Es precisamente ahí, en la puesta en marcha de un proceso de democratización real, donde se necesita el pleno reconocimiento como presidente constitucional de Juan Guaidó. Lo que está sobre la mesa no es la victoria de la oposición sino el inicio de un proceso de transición y reconciliación nacional que debe culminarse con elecciones libres y con las garantías que han estado ausentes de Venezuela. Un proceso de transición en el que debe ponerse remedio urgentemente a la tragedia humanitaria de proporciones apocalípticas que sufre Venezuela en medio de un escandaloso silencio.

Sánchez no ha calibrado que la inmensa mayoría de los países latinoamericanos se han alineado desde el primer momento con Guaidó. Hay una clara divergencia que no puede convertirse en una fisura con la comunidad iberoamericana en lo que atañe a los principios democráticos. Es comprensible que Maduro, como todo autócrata, quiera perpetuarse, entre otras razones porque la degradación del chavismo ha cursado en forma de corrupción y éste es el cemento que une a la oligarquía político-militar que ha sometido a Venezuela, con la aportación de la experiencia represiva de Cuba. Lo que es claro es que ningún cálculo -ni siquiera los de quienes todavía le apoyan- puede contemplar a Maduro formando parte del futuro venezolano.

Venezuela es un país devastado por la represión, la violencia y la privación. La quiebra económica a la que le ha conducido el chavismo era inimaginable en una potencia petrolera de su dimensión, en una sociedad con una larga tradición democrática y considerable riqueza cultural. Maduro tal vez confíe en que ocurrirá como en crisis anteriores y que la eficacia de su represión y el aval de Rusia se unirán a las dudas de la comunidad internacional para que nada realmente cambie. Para adornarlo todo, una apelación al diálogo, de esas que tranquilizan las conciencias de los bienpensantes, espera el dictador que sea de nuevo la campana que le salve del k.o. Esta vez, Maduro tiene que descubrir más pronto que tarde que el truco ya no le funciona.