Fernando Savater, DIARIO VASCO, 4/7/11
Lo patético del movimiento de los ‘indignados’ son los aduladores que ha encontrado en medios de comunicación, políticos y figuras de relumbrón público. Todos fingen creer que el mundo recuperará su inocencia y la sociedad la armonía justiciera
Para empezar por lo bueno, el movimiento de los ‘indignados’ ofrece abundantes aspectos que despiertan simpatía. Primero y principal, sobran los motivos para indignarse ante una crisis económica de origen especulativo, no detectada ni prevenida por los mecanismos de control a los que habría correspondido hacerlo y gestionada de la manera más torpe (y más lesiva para las garantías de protección laboral y social) por nuestro actual gobierno. No es cierto que solo los banqueros y demás plutócratas sean culpables de la crisis, pero parece evidente que van a salir más indemnes de ella que la mayoría de los ciudadanos. Cuando toca ocupar los botes salvavidas de esta catástrofe económica, no son las mujeres y los niños desde luego quienes tienen la prioridad.Con casi cinco millones de parados y una recuperación económica mucho más lenta que la de nuestros socios europeos, que haya gente harta y decidida a protestar no solo es comprensible sino que resulta sano y democráticamente tranquilizador.
Pero es que además el comportamiento seguido en la concentración de la Puerta del Sol y otras plazas de ciudades españolas también tuvo mucho de ejemplar y estimulante. La gente, joven y menos joven, suspendió la rutina cotidiana para reivindicar la importancia de la reflexión pública sobre los asuntos que a todos nos atañen. En principio, nadie quería monopolizar la razón sino que todos querían juntos buscarla. En lugar de encerrarse a ver la televisión o despotricar por twitter, descubrieron que quizá es más divertido y provechoso intercambiar argumentos de tú a tú con los vecinos para aclarar nuestras propias ideas. Volvieron al ágora, lo que no está nada mal, al menos a ojos de los aficionados a la filosofía. El resultado inmediato no podía ser la megalómana pretensión de cambiar la sociedad o el mundo, sino mejorar la propia vida de cada cual, descubriéndose nuevas capacidades y otras formas de disfrutar lo común, logro nada desdeñable. También hace décadas el famoso mayo del 68 transformó a quienes participaron en él más y mejor que a las instituciones.
La parte menos recomendable vino después, cuando apareció la necesidad de dar forma políticamente unificada y reivindicativa al movimiento disperso y fraccional. Dejemos por supuesto de lado las vergonzosas manifestaciones violentas ocurridas en Barcelona contra el Parlamento democrático, que poco o nada tienen que ver con lo que fueron las concentraciones originarias. Lo realmente grave fue el predominio de formas simplonas y obtusas de antipolítica por parte de quienes razonablemente se habían reunido para pensar temas políticos. Por ejemplo, esa pegadiza majadería de «no nos representan». Porque evidentemente el problema es que sí nos representan, tanto si nos gusta como si no: es decir, toman decisiones en nuestro nombre y omiten también por nosotros otras posibles que podrían adoptarse. De ahí la importancia de elegirlos bien, sustituirlos cuando no cumplen o proponer alternativas que mejoren sus prestaciones parlamentarias.
Limitarse a la queja en la calle es tirar piedras al mar. Tampoco es mejor, fuera de una retórica de parvulario, pedir «democracia real». Cuanto más real (y menos ideal o soñada) sea la democracia, más imperfecciones tendrá. El escenario democrático representa los problemas, el enfrentamiento de intereses y los juegos contrapuestos de poderes, pero no resuelve nada por su propia virtud: es una palestra donde hay que luchar y vencer o, mejor aún, convencer. Puede mejorarse en ciertos puntos, desde luego, pero no transfigurarse en la nueva Tabla Redonda de redivivos caballeros en busca desinteresada del Santo Grial.
Y qué decir de la propuesta de una huelga general. Tanto internet, tantas redes sociales innovadoras y revolucionarias, para desembocar en el hacha de sílex del sindicalismo más decimonónico. ¡Una huelga general en el país de los parados! Para calibrar su eficacia no hay más que mirar a Grecia, que ya lleva cuatro y cada vez está peor. Si eso es lo más imaginativo que produce la indignación, más vale tomarse un valium. Por cierto, es un fenómeno recurrente que la sofisticación de internet termine siempre al servicio de las pulsiones más elementales y rutinarias: el sexo, la maledicencia, la apropiación indebida de la propiedad ajena, etc. Por lo visto la técnica aumenta mucho nuestras capacidades, pero no agudiza nuestra visión del futuro ni purifica nuestros deseos.
Con todo, lo verdaderamente patético no es el movimiento de protesta en sí mismo, sino los aduladores que ha encontrado en medios de comunicación, políticos y figuras de relumbrón público. Todos fingen creer que el mundo recuperará su inocencia y la sociedad la armonía justiciera perdida por arte de la magia potagia de los disconformes. Daremos vueltas en torno a Jericó y las murallas caerán milagosamente. Hace siglos señaló Spinoza que lo que cuenta no es indignarse, llorar, reír o aplaudir sino entender. Yo creo que un poco menos de Hessel y algo más de Spinoza puede venir bien a los que salen a la calle y quienes se quedan en casa.
Fernando Savater, DIARIO VASCO, 4/7/11