IGNACIO CAMACHO-ABC

  • Las palabras importan en el lenguaje diplomático. Y una agresión con cientos de misiles no admite eufemismos abstractos

Cuando Estados Unidos bombardeó Libia, en abril de 1986, también era Feria en Sevilla y en la caseta del PCE hubo gritos contra Reagan y contra González bajo el estruendo de las sevillanas, en el caso del segundo porque se sospechaba –sospecha finalmente falsa– que los aviones americanos habían sobrevolado España. El pasado sábado, la noticia del ataque iraní contra Israel pasó inadvertida en plena inauguración del alumbrado, pero en el palacio de La Moncloa los escribidores de guardia reaccionaron con ese tic antioccidental que en cierta izquierda española constituye un reflejo automático y denominaron «acontecimiento» a la agresión porque no se les debió de ocurrir un eufemismo más abstracto. Como aquellos «eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa», que decía el Juan de Mairena machadiano para burlarse del barroquismo afectado de algunos estilos literarios. Pero en política, y más en el lenguaje diplomático, las palabras se escogen con mucho cuidado.

Al interceptar los misiles persas para que no causaran víctimas, el ‘escudo de acero’ israelí salvó también a Sánchez. Del ridículo, ese estado moral del que no vuelve nadie sin haberse dejado jirones de prestigio irrecuperables. Aun así quedó patente el intento de no mojarse en una crisis que dejaba la política –o la retórica, más bien– del Ejecutivo español en el conflicto de Oriente Medio con las vergüenzas al mismo aire donde la aviación aliada se fajaba para evitar una catástrofe. De cualquier modo ésa no fue la noche más brillante de la Unidad de Discursos y Mensajes, el departamento monclovita creado para dominar la conversación pública con un bombardeo de otra clase: el de las consignas repetidas con tenacidad unánime por todas las plataformas propagandísticas gubernamentales. Como hallazgo semántico, el de los ‘acontecimientos’ no resultaba prudente sino elusivo, de un escapismo cobarde. El tipo de ambigüedad al que se recurre cuando la realidad estropea los titulares.

El presidente no hace política exterior en el sentido estricto, el de los intereses de Estado, sino activismo pensado en clave interna. La de su propia salvaguarda, en el caso de Marruecos –ay, esos teléfonos–, y la de los fetiches ideológicos del ‘progresismo’ cuando se trata de Palestina o Latinoamérica. Nada extraño en un dirigente que en esta materia tiene a Zapatero entre sus principales susurradores de cabecera. Es de puertas adentro hacia donde mira cuando proyecta sus giras europeas, guardándose también la baza eventual de un salto en su carrera si las cosas domésticas se ponen feas. Pero el objetivo principal es el de agitar los amuletos que cohesionan a su electorado contra la derecha, entre ellos ese pacifismo de miss Mundo que esconde una antigua pulsión antihebrea. El problema es que los enemigos de Israel no le piden permiso para hacer sonar por su cuenta los tambores de guerra.