Desgraciadamente, no es posible enseñar los límites sin frustrar el deseo de traspasarlos. El director del colegio te monta en seguida un «comité de resolución de conflictos» si castigas sin recreo al que ha tirado la silla por la ventana. Eso sería un «konflikto» entre la maestra y el niño, que habría que resolver con diálogo y negociación.
Cuando los etarras han atacado a un empresario hemos oído: ¡Pero si nunca se había metido en política! Al menos cuando unos adolescentes acosan hasta la muerte a un compañero al que consideran débil o distinto, nadie pretexta diciendo que era apolítico. En cambio se busca en seguida algún culpable, por ejemplo la maestra. ¿Es que no vio lo que estaba pasando? ¿Miraba hacia otro lado?
Para mirar hacia otro lado no hace falta ser maestra. También se puede, siendo director de colegio o consejero de educación. O viajero de metro, y dirigir la vista al suelo cuando entra en el vagón una manada de estudiantes como toros en San Fermín. Tras un adolescente despiadado, a menudo los primeros en esconderse son su propios padres, que «sólo querían hacerle feliz». Como dicen de sus clientes los cocineros de lujo.
Cada vez que alguien utiliza su propia libertad para romper los límites de la libertad de otro, se encuentra con la tolerancia de los que no quieren verse salpicados. Esa impunidad resulta fascinante para un joven aprendiz de adulto que ya empieza a sentirse superhombre.
Educar a alguien es ayudarle a tomar conciencia de que existen límites que debería respetar. No sólo para convivir en sociedad sino también para seguir con vida. Las drogas son un buen ejemplo. ¿Qué hay de malo en ello? Pues que te mueres o te conviertes en un ser chungo.
Desgraciadamente no es posible enseñar los límites sin frustrar el deseo de traspasarlos. Y ahí surge el otro problema. Porque entonces salen a escena los padres que no saben qué hacer con su hijo adolescente tras haberle protegido en exceso. Y los directores del colegio, que te montan en seguida un «comité de resolución de conflictos» si castigas sin recreo al que ha tirado la silla por la ventana. Eso sería un konflikto entre la maestra y el niño, que habría que resolver con diálogo y negociación.
Así que ¿dónde está el culpable? No hay uno solo, sino casi siempre, más de uno. Quizás estos fenómenos estén en sus comienzos y habrán de ponerse mucho más calientes para que cambie la percepción colectiva. El problema del terrorismo encontró el camino de su solución cuando los responsables sociales empezaron a considerarlo como un «entramado» más que como pura sucesión de acciones violentas.
Seguramente los vascos no somos tan distintos de otros españoles ni de las personas que habitan en otros países del mundo desarrollado. Pero para resolver esta enfermedad social, en Euskadi tenemos la desventaja del tiempo que hemos perdido con el terrorismo como único problema. Y tenemos unos gobernantes ácratas que se jactan de menospreciar las leyes que les permiten a ellos gobernar. Un gobierno adolescente que se cree al frente de un pueblo en marcha sin haber descubierto aún sus propios límites.
Ainhoa Peñaflorida, EL PAÍS/PAÍS VASCO, 20/10/2004