Mikel Buesa-La Razón
La democracia es frágil y cuando desde la autoridad se conspira contra ella puede verse arrumbada como un trasto inútil, aunque se la invoque para obtener poderes excepcionales
… escribió Bertolt Brecht, ante «el horror por los discursos del pintor de brocha gorda», en uno de sus más célebres poemas. En aquella segunda mitad de la década de 1930 cada palabra del líder del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán sumaba una amenaza que acabaría siendo ineludible. Paso a paso, alcanzado el poder, ese líder sumergió a la nación en un charco en el que se diluyeron las libertades, el pensamiento y el derecho. Nadie quedaba a salvo porque la justicia ya no era tal y se subordinaba al interés de un Estado que, desde la democracia, se construyó totalitario. Y porque cualquier disidencia quedó sumida en la clandestinidad. Sólo algunos tuvieron el valor de resistirse como aquel August Landmesser que se negó a estirar el brazo mientras lo hacían todos sus compañeros de los astilleros Blohm und Voss de Hamburgo, aunque ello le costara la prisión y el campo de concentración. Claro que, como escribió Hannah Arendt, «la lección de esta historia es sencilla y nos dice que en circunstancias de terror algunos no se doblegarán».
Esos que no se doblegan –los que hacen que, según añadió Arendt, «este planeta siga siendo un lugar apto para que lo habiten los seres humanos»– son lo que ahora necesitamos en España, cuando los tiempos para la lírica se han vuelto sombríos tras la farsa del presidente del gobierno. Cuando de su impostura emergen amenazas poderosas para la libertad de prensa y la independencia del poder judicial. Cuando de su discurso de brocha gorda brotan ignotas advertencias que me retrotraen al tiempo de mi juventud en el que aspiraba a una libertad que, en toda hora, era cercenada por un régimen político que la negaba. La democracia es frágil y cuando desde la autoridad se conspira contra ella puede verse arrumbada como un trasto inútil, aunque se la invoque para obtener poderes excepcionales. Entonces, como apuntó Karl Marx, «el trueno de la tribuna, el relampagueo de la prensa, los nombres políticos e intelectuales, la ley civil y el derecho penal desaparecen como una fantasmagoría al conjuro de un hombre al que ni sus mismos enemigos reconocen como un brujo». Hoy, aquí, ese brujo responde al apelativo de Pedro Sánchez.