Isabel San Sebastián-ABC

  • Casado cometería un acto imperdonable de traición si permite que Podemos meta las manos en la Justicia

Acierta Pablo Casado negándose a participar en el reparto de togas con el que PSOE y PP llevan décadas mangoneando la Justicia en el empeño de someterla a sus intereses partidistas. No solo cumple así lo que prometió a sus votantes en campaña, cosa cada vez más rara entre nuestros políticos y que no hizo su predecesor, Mariano Rajoy, sino que evita entregar al tándem Sánchez-Iglesias el control del tribunal llamado a juzgar las causas abiertas contra Podemos y sus máximos dirigentes, varios de ellos aforados ante el Supremo. Por eso están rabiosos y echan pestes. Por eso acusan al dirigente popular de practicar una estrategia de bloqueo antidemocrática. Por eso han ordenado a sus leales servidores en el Consejo

General del Poder Judicial y las asociaciones de jueces y fiscales autodenominadas «progresistas» que boicoteen cualquier nuevo nombramiento mientras el órgano de gobierno de la judicatura no haya sido «renovado» con arreglo a su conveniencia, introduciendo en él una mayoría de izquierdas que incluya un par de representantes afines a la formación morada e incluso algún simpatizante del separatismo que apoya parlamentariamente al Ejecutivo.

Constituye un sarcasmo que Pedro Sánchez, el mismísimo señor «no es no» a quien su propio partido expulsó por obstinarse en impedir que gobernase el vencedor de las elecciones de 2016, coloque hoy en la diana al líder de la oposición por cumplir con su obligación de oponerse a sus pretensiones. Primero porque, como queda dicho, el programa con el que el PP concurrió a los últimos comicios incluía la despolitización de la Justicia y el regreso a un sistema de elección de cargos por parte de miembros de la Carrera Judicial y no del Congreso, con el propósito de devolver al tercer poder del Estado la independencia perdida tras la reforma socialista de 1985 que asesinó a Montesquieu. Segundo porque su socio de Gabinete, Pablo Iglesias, hizo patente durante la negociación de esa coalición su exigencia de que los integrantes del CGPJ y del Tribunal Constitucional no fuesen elegidos en función de su valía o experiencia, sino de su «compromiso ideológico» (sic) con el Gobierno, llamado, según sus deseos, a controlar directamente a los encargados de investigar los casos de corrupción. Y tercero porque el mismo Iglesias ha descalificado en más de una ocasión sentencias trascendentales dictadas por el Supremo, como por ejemplo la del «procés», en una demostración inequívoca del desprecio que le inspira su trabajo. Si ya de por sí resulta oprobioso y contrario al espíritu constitucional el actual sometimiento de la Justicia a los vaivenes de la política, permitir que metiera sus manos en ella una formación declaradamente liberticida, como Podemos, constituiría un acto de imperdonable complicidad por parte del único grupo que puede impedirlo si se mantiene firme en su negativa a secundar el juego.

Acierta por tanto Casado enrocándose en la palabra dada a sus electores. Es cierto que la situación se hace insostenible dado que el actual Consejo vio caducar su mandato hace ya dos años, pero no lo es menos que existe otro modo de relevar a sus miembros: negociando en el Congreso una reforma de la Ley del Poder Judicial que le devuelva la autonomía perdida en el 85. Si las fuerzas de la izquierda rehúsan plantearla siquiera, ávidas como están de reafirmar su control, a las del centro-derecha no les queda otra que plantar los pies en el suelo y aguantar la presión. Lo contrario sería traicionar a sus votantes y ultrajar una vez más la memoria de Charles Louis de Secondat.