JORGE BUSTOS-EL MUNDO
Lamento que Sánchez no haya escrito su libro porque solo Sánchez puede explicar la mente de Sánchez. Por muy cercana a él que se sienta Irene Lozano, ningún hagiógrafo puede arañar el blindaje de sus emociones o justificar el sentido de sus bandazos. Una súbita luz, sin embargo, me ha revelado la arcana razón de su comportamiento, esa que los analistas persiguen sin éxito porque se obstinan en encontrarle una lógica política a lo que solo es una afección psicológica.
No digo que Sánchez esté loco. Gente que le conoce me insiste a menudo en un trastorno clínico de personalidad narcisista, pero grandes líderes de la historia lo han sufrido en igual o mayor grado: la psicopatía no te convierte sin más en Napoleón, como queda demostrado a la vista de un Sánchez. Además hace falta talento. Y no es lo mismo ser Napoleón que ir voceándolo por el psiquiátrico. Lo que explica esta olímpica defecación en la ética de la responsabilidad que llamamos sanchismo es una desdicha personal que en algunos caracteres echa negras raíces: la expulsión de tu propia tribu. Cuando los socialistas echaron a Sánchez en octubre de 2016 no sabían lo que estaban creando. Cierto: no podían seguir bajo su mando si aspiraban a conservar una identidad política reconocible, pero no se ocuparon de desactivar también la espoleta retardada de las primarias, que en tiempos de cólera populista no son sino una garantía de darwinismo invertido para la supervivencia del más tóxico. Y así, Sánchez regresó al trono de Ferraz.
En ese instante y no con el chalet murió Podemos: por absorción. Esa y no la censura que lo sentó en Moncloa fue su gran victoria. Y una dulce palabra comenzó a resonar en su minúscula cabeza de niño destronado: «Venganza». Venganza contra esos cabrones que le hicieron la vida imposible desde el minuto uno. Venganza contra los que le humillaron, los que le daban lecciones, los que le inmovilizaban con sus líneas rojas. Y programó el desquite con lujuria. Se permitió todo lo que –más por cálculo que por patriotismo– su partido le había prohibido: se sumergió en Podemos a placer, se abrazó al separatismo en actitud desafiante, se contradijo sin pudor. Cuando cayó Susana brindó en secreto. Cuando caigan los demás, volverá a la bodeguilla a escoger la mejor botella.
Sánchez odia al PSOE. Nadie, ni siquiera el Pablo Iglesias de la cal viva lo ha odiado tan íntimamente. Sánchez no actúa para perpetuarse en el poder, como denuncia la oposición. Sánchez actúa para reducir a escombros la estructura orgánica que le jodió la vida. Solo bajo este prisma encajan todas las piezas. Sánchez no es un presidente del Gobierno: es un hombre que ha jurado venganza. Y eso es lo único que está cumpliendo. A nadie y a nada más que a ese juramento guarda lealtad.