Cosas del trabajo, hace poco me tocó exponer y discutir en clase El Príncipe, de Nicolás Maquiavelo (1513). Sin duda una obra capital de la historia del pensamiento político, pero como tantas otras más mal que bien citada y no siempre bien entendida. Uno de los estudiantes osó preguntar -hacer preguntas comprometidas es muy raro en la opresiva universidad actual- si a mi juicio Sánchez es un político maquiavélico; contesté que no y expliqué el porqué; hubo una pequeña discusión interesante.
¿Es Sánchez un virtuoso político maquiavélico?
Recordé el asunto una noche de esta semana, viendo al popular escritor Pérez Reverte, en un no menos popular programa televisivo, caracterizar de nuevo a Sánchez de “maquiavélico”, y con tono admirativo: a pesar de la amnistía, es “valiente, tenaz, atrevido”, dijo. Por supuesto, Reverte puede decir lo que quiera mientras Sánchez no se lo impida -como los abucheos en la calle o la crítica a su Persona en las instituciones que controla-, pero uno es profesor y rechazo utilizar una mala interpretación de Maquiavelo para poner un halo de admiración absolutoria sobre un político nefasto, en rigor nada maquiavélico. Les cuento algo de lo que realmente escribió Maquiavelo, y juzguen por sí mismos (todavía mejor si leen al gran italiano sin anteojeras admirativas ni condenatorias).
La gran originalidad de Maquiavelo consistió en proponer un pensamiento político independiente de la moral, la filosofía y la religión, dependencia establecida desde Platón. El político maquiavélico, el príncipe, está consagrado a alcanzar el poder o mantenerlo, empresa difícil para la que necesita virtud política (no ética ni religiosa), inteligencia y también buena fortuna. Pero ese político -calculador, oportunista, despiadado- no busca el poder por el poder como fin en sí.
Un príncipe sin patriotismo será un mal político, sostiene el florentino, cuya otra originalidad fue promover, sin éxito, el patriotismo italiano
El príncipe tiene un proyecto político al que supedita su ejercicio del poder, que también debe ser inteligente, moderado y valeroso. Patriotismo, valor y cálculo son las virtudes políticas por excelencia. Es más, un príncipe sin patriotismo será un mal político, sostiene el florentino, cuya otra originalidad fue promover, sin éxito, el patriotismo italiano. Su proyecto político, expuesto claramente en los últimos capítulos de El Príncipe, era unificar Italia para expulsar a los extranjeros que la habían convertido en devastado campo de batalla, es decir, a franceses y españoles, y a mercenarios suizos y alemanes.
Así pues, Maquiavelo reclama al príncipe ideal proyecto y fines políticos, y un ejercicio del poder que trascienda la mera ambición personal. Sus dos modelos fueron, como es sabido, César Borgia, príncipe desafortunado, y el afortunado Fernando de Aragón, el rey católico. Dos príncipes enfrentados: César Borgia murió en combate en Navarra mientras la defendía de la anexión emprendida por Fernando el Católico. Por cierto, que Maquiavelo admirara a ambos, cuando el rey Fernando aumentó mucho su poder a costa de Italia, pone de relieve su altura de miras y amor por la verdad.
Calumniar a Maquiavelo para velar la verdadera política
Entonces, ¿por qué Maquiavelo ha sido tan atacado o mal comprendido? Creo que por su realismo descarnado y por revelar la verdad del juego de la política real, que tanto escandaliza a los moralistas. En 1559 la Iglesia introdujo a El Príncipe en el índice de libros prohibidos, y algunos de los ataques más calumniosos procedieron de tratadistas políticos jesuitas, quizás porque la Compañía de Jesús nunca dudó en poner en práctica los preceptos y consejos de Maquiavelo: lo que condenaban era la transparencia maquiavélica, la exposición desnuda del arte de la política que ellos, como argumentó nuestro Baltasar Gracián, preferían disimulada, enmascarada tras elevados pero evanescentes o fraudulentos fines religiosos y morales (hoy en día, económicos y sociales).
Una de las calumnias más exitosas fue atribuir a Maquiavelo el precepto de que el fin justifica los medios. Pero como puede comprobar cualquier lector sin prejuicios, lo que sostuvo es que la calidad de la política depende de su éxito, y que por tanto los medios empleados serán juzgados a posteriori y según su adecuación a los fines perseguidos. Así, no duda en aconsejar la crueldad o la benevolencia, la mentira o el compromiso, la liberalidad o la tacañería, pero según resulten los medios más convenientes para los fines perseguidos. Nunca aconseja medios justificados por fines, sino medios adecuados al fin perseguido, que debe ser inteligente. Algunas de sus páginas más jugosas son las dedicadas a analizar las buenas razones de la perfidia y falta de escrúpulos de los Borgia, el papa Alejandro VI y su infortunado hijo César, estratega brillante, pero sin suerte.
Fomentar el odio, la peor política posible
Maquiavelo advierte contra los peligros de oprimir en exceso al pueblo, al que se debe dejar en paz, no cargarle con demasiados impuestos -ni perseguir a sus mujeres- y respetar, si es posible, sus tradiciones e instituciones peculiares. El pueblo, dice, no quiere oprimir a nadie y solo desea no ser oprimido; esto permite al buen político gobernarlo con una combinación inteligente de sano temor y prudente justicia, claves de la popularidad bien entendida. El príncipe sabio debe preferir ser temido a ser amado, pues ese amor es demasiado inseguro y mudable, pero debe huir de provocar odio. El peor político es aquel que acumula odio gratuito y en especial el letal odio del pueblo, que tarde o temprano acabará derribando al tirano.
Maquiavelo, el último republicano florentino, se hizo la ilusión de que Lorenzo de Medici, el Magnífico, podría emprender la unificación y liberar Italia. Pero los Medici le ignoraron y siguieron con su propio y exitoso programa de engrandecimiento familiar, de conversión de Florencia y el papado romano en aliados de España y después de Francia, según mutó el poder de uno y otro reino. Su pensamiento político patriótico, de inteligente pragmatismo amoral e irreligioso, puramente instrumental, tenía sus propios límites y debilidades; como siempre sucede, el propio autor es quien menos los percibe.
Hay que leer a Maquiavelo sin anteojeras, aprendiendo de su audacia, realismo y transparencia. Después comparen con lo de Sánchez y vean si merece ser llamada maquiavélica su política egocéntrica, de cero patriotismo, sin otra audacia que la traición tenaz, la mentira por principio ni otro proyecto que cultivar la división y el odio de los excluidos. Crean a Maquiavelo, esa política está condenada porque arruina y divide a la república y solo aumenta el odio que la derribará.