Marca Azkuna

KEPA AULESTIA, EL CORREO 22/03/14

Kepa Aulestia
Kepa Aulestia

· El último alcalde de Bilbao ha sido un político tan ejemplar que es mejor que los demás representantes públicos eviten emularlo.

· Iñaki Azkuna ha sido el único político que ha sumado votos a su partido de manera sustancial.

La ciencia política y la sociología tienen materia suficiente para investigar y discutir durante años. Cómo un hombre que no parecía ser precisamente un ‘alma protectora’ pudo arraigar en la opinión como alguien providencial. Cómo el administrador de una quincena de presupuestos anuales todo menos expansivos es reconocido como el artífice de la transformación de Bilbao. Cómo un gestor público en materia de salud llegó a convertirse en un político carismático que hizo populismo a base de razón. Cómo Iñaki Azkuna, alcalde de una ‘ciudad VIP’, pudo transmitir la imagen de una persona decidida y resuelta, de una especie de héroe dispuesto a arrostrar los mayores peligros, cuando siempre pisaba sobre suelo firme. Cómo el paseante más ilustre de la villa después de Unamuno pudo convertirla, mientras caminaba entre altivo y taciturno, en una suerte de ciudad-Estado renacida.

Su muerte puede alentar la leyenda de que el propio cargo esperaba a alguien con las dotes personales de Iñaki Azkuna. Pero ni él tuvo la oportunidad de diseñar su carrera política en un entorno tan a la espera de designaciones, ni el PNV se había fijado en el durangués para catapultarlo más allá de sus límites partidarios. En la subcultura del nacionalismo gobernante gestor es aquel nominado al que no se le aprecian valores suficientes para la transmisión de las esencias partidarias. Hasta el punto de que, en cierto modo, constituye un demérito, porque acaba siendo el cajón de sastre en el que desembocan propios y contratados. Azkuna pudo acabar atenazado por las dificultades del Departamento de Sanidad, a pesar de que le tocó dirigirlo en una etapa sin recortes. O pudo verse ninguneado frente al ‘liderazgo fuerte’ de Arzalluz cuando, al término de su primer mandato, sus opciones de postularse de nuevo para la Alcaldía de Bilbao estuvieron sobre la mesa del entonces presidente del EBB.

Circula también el mito de que Azkuna fue siempre así. No es cierto, sencillamente porque no es posible. Su historia más bien responde a aquella ‘boutade’ precisamente de Arzalluz cuando, refiriéndose a Aznar, explicó que su imagen carismática provenía del poder que ostentaba. Concurrieron dos circunstancias que Azkuna supo aprovechar de manera instintiva. La más importante, que Bilbao es probablemente el único caso de nuestro entorno en el que los habitantes se sienten orgullosos de pertenecer a su ciudad pase lo que pase, antes y después de las riadas, antes y después del Guggenheim. Es la condición que tantos alcaldes echan en falta en sus respectivos municipios, grandes o pequeños. Y nadie como Azkuna para interpretar tal oportunidad.

El segundo factor favorable es que durante los primeros veinte años de ayuntamientos democráticos en Bilbao pasaron cosas, se gestaron proyectos, hubo polémicas, pero no se cambió una baldosa. Azkuna coincide con la eclosión urbanística y encarna su proyección. Hace de la ‘marca Bilbao’ una apuesta ineludible para las demás instituciones, cuando eran ellas –Diputación, Gobierno vasco y Gobierno central– las que hasta entonces parecían ir por delante del propio Ayuntamiento. El éxito consistió en hacer ciudad sin endeudarse y concitando la colaboración de las otras administraciones.

Iñaki Azkuna ha sido el único político que ha sumado votos a su partido de manera sustancial. Nadie como él lo ha hecho hasta la fecha en Euskadi y tampoco nadie lo ha conseguido en España. En sus inicios fue más disciplinado de lo que la memoria más reciente conserva. Quizá también por eso pudo compaginar su presencia en primera fila de los actos del partido con las muestras de discrepancia, formuladas siempre de manera indirecta o matizada, hacia la política jeltzale. A la defensa a ultranza de Bilbao le sumaba su crítica más acerada a la irracionalidad violenta, sus recursos descriptivos –comparables al Jordi Pujol de sus mejores días– para conectar con lo que la gente veía en cada momento. Trascendía los límites partidarios, y eso agrada a la gente. Pero lo hacía en tanto que la diversidad de los bilbaínos era algo que él creía poder representar sin atender necesariamente al resto de la corporación en su pluralidad de siglas y portavoces.

Ha sido un político ejemplar. Pero ello no debería convertirse en una llamada a que el resto de los políticos sigan su estela. El resultado sería catastrófico. Una de las vertientes más críticas del liderazgo público se produce en la identificación entre la persona y el cargo que ostenta. Cuando alguien se funde en el papel institucional que se le encomienda haciéndolo propio, y los ciudadanos no son capaces de distinguir entre ambos. Contadas veces tal simbiosis ha salido bien parada a lo largo de la Historia. Azkuna forma parte de la excepción. Claro que el Ayuntamiento de Bilbao deberá reinventarse después de él. Y los bilbotarras y bilbainos que se han fundido en el duelo por su pérdida tendrán que mostrarse indulgentes hacia quienes le sucedan. Él lo eclipsaba todo, y ahora todo queda a la intemperie.

Por lo general, los responsables públicos fallecen bastante después de que la política les haya abandonado. También en esto Iñaki Azkuna ha sido singular: ha muerto en el ejercicio de su cargo. Ha muerto sin que casi nadie sepa cuántas veces su mandato se vio interrumpido por la enfermedad. Su ejecutoria habría sido igual de admirable si tras el diagnóstico de cáncer de próstata y su primera baja médica hubiese optado por retirarse de la actividad pública. Pero probablemente para entonces su fusión con la Alcaldía era tal que ni siquiera podía imaginarse el final alejado de su puesto de mando.

Del mismo modo que los demás políticos harían mal en seguir su ejemplo, porque correrían el riesgo de acabar en parodia, tampoco se trata del comportamiento más recomendable para quienes padezcan una dolencia grave. Seguramente Azkuna habría llevado peor el mal sin sus manos al timón de Bilbao. Seguramente continuar siendo alcalde formó parte de sus cuidados paliativos más íntimos. Pero convendría quedarse con su último legado. No quiso verse ni como Enrico Berlinguer, inundando de gente las calles de Roma en el entierro del fundador del eurocomunismo, ni como Tierno Galván, representando a su muerte todos los cambios de la Transición. Decidió retirarse a tiempo para que su cuerpo pudiera liberar su alma. Sin duda consciente de que tras él dejaba un vacío inmenso. Un vacío cuyo relleno voluntarista siempre sonará a hueco.

KEPA AULESTIA, EL CORREO 22/03/14