EL MUNDO-DAVID GISTAU
…por pasar un trance aún más duro cuando comprendió, y así se lo confió a Borsellino, su colega en el pool y amigo íntimo, que estaba perdido y se daba por muerto porque el Estado había abierto negociaciones con los corleoneses y las investigaciones de ambos eran un impedimento. De hecho, el asesinato posterior de Borsellino resultaría aún más sospechoso en este sentido.
Al hacer ciertas analogías, siempre hay que recordar que el nacionalismo en la Cataluña actual no ha derivado a la violencia pistolera. Aun resultando cínica la etiqueta de la república de «las sonrisas», no hay una degeneración dramática similar a la que causan el terrorismo o el crimen organizado. Afortunadamente, la versión contemporánea del pistolerismo político de los años 30 se desahoga de modo incruento en Twiter: allí es donde ahora se dan los paseos y riñen las escuadras. La comparación con los jueces palermitanos sería apropiada para los años de plomo vascos que hicieron necesario extraer de ese ambiente opresivo las investigaciones y los juicios por terrorismo y llevarlos al Madrid de la Audiencia Nacional. Pero ciertos mecanismos colectivos, los referentes a la implantación del odio, al acoso social y a la deserción de los amedrentados, pueden observarse incluso cuando el contexto es menos trágico y no existe sangre derramada. El paradigma de esto probablemente lo represente ahora mismo el juez Llarena.
El otro día me pregunté qué le habrán dicho los vecinos, suponiendo que le hayan dicho algo, después del destrozo del portal de la casa donde vive por obra de las juventudes patoteras de Arran. ¿Llamaron a su puerta para expresar solidaridad y apoyo? ¿Lo hicieron para pedirle que se marche a vivir a un cuartel de la Guardia Civil porque por ese portal pasan todos y los demás nada han hecho por lo que merezcan ser marcados con pintura amarilla como los escaparates identificados antes de la noche de los cristales rotos? En cualquier caso, al juez Llarena, sólo por tratarse de un magistrado que hace su trabajo, ya lo han convertido en un hombre hostilizado en su propia tierra que no puede hacer vida normal, como se infiere también del episodio anterior del restaurante ampurdanés del que tuvo que salir a la fuga cuando los CDR lo escracharon: «¡Las calles serán siempre nuestras!», le gritaron los acosadores, y es difícil discutirles que tienen razón.
No hace falta que un magistrado corra peligro de ser asesinado para apreciar un síntoma decadente en el hecho de que hacer cumplir la ley obligue, hoy en día, a pagar un tributo de incomodidad personal, de asedio social, inconcebible en tiempos menos envenenados. Todo se vuelve peor cuando la analogía admite también el agravante del abandono por parte del Estado justo cuando del juez Llarena también se puede decir que sus diligencias constituyen el impedimento de una negociación política abierta. Nadie detuvo a los autores del escrache delante del portal. Nadie del oficialismo hizo contrapeso acogiendo al juez Llarena en unas declaraciones acerca de la sagrada inexorabilidad de la Ley y de los magistrados que la interpretan. ¿Dónde estaba el Estado? ¿Quién acudió a aliviar la soledad de Llarena? Ni siquiera lo hizo ese ministro que fue juez, que sirvió como tal contra el terrorismo en condiciones de peligro personal, y que ahora se ha convertido en el ejemplo vivo de cuán desertores de sí mismos hacen a los hombres los contratos fáusticos de la política.
EL ESTIGMA TIENE COLOR AMARILLO
U n grupo de voluntarios como los que operan para retirar lazos acudió a limpiar el portal del juez Llarena pintado por activistas de Arran. Esta vez no se trataba de purificar un paisaje urbano abrumadoramente tomado por la fiebre amarilla, sino de socorrer a un magistrado a quien se marcó en su propio hogar como en una emulación de las viejas dianas etarras. EFE