JON JUARISTI, ABC 21/07/13
· La situación presente se caracteriza por el paso de la política particularista a la política marginal.
La impresión que deja la política actual no es la de una recaída en los particularismos que caracterizaron la última fase del ciclo liberal y que denunció Ortega en su España invertebrada. En rigor, la involución particularista se produjo en la pasada década, y su consecuencia, que he comentado con machaconería a lo largo de varios años, fue la ruptura de los consensos básicos de la Transición. Estamos en un ciclo distinto, mucho más deletéreo, que no se me ocurre denominar sino como de marginalización de la política, algo que nadie previó y que no responde sólo al agravamiento de los particularismos, sino, sobre todo, a la crisis global. En parte, esta situación recuerda más a la de los años treinta del pasado siglo que al derrumbe del sistema surgido de la Restauración. Conviene, no obstante, recordar que la secuencia temporal fue también entonces la de la exacerbación de los particularismos, la incidencia de una crisis económica generalizada y el descrédito del Estado incapaz de paliarla, que aceleró el paso del particularismo al antagonismo.
La diferencia fundamental entre la política particularista y la política marginal es que la primera todavía puede conseguir resultados favorables a los intereses de los distintos grupos sociales, políticos o institucionales. Unos a costa de otros, naturalmente. La idea de un interés común se desvanece y cada grupo tiende a verse como el único representante legítimo de la totalidad, confundiendo sus fines particulares con los de la nación. Tal era la situación que describió Ortega, atento no sólo a lo que sucedía en España, sino a la dinámica de las sociedades europeas tras la Gran Guerra. En los períodos particularistas los consensos nacionales estallan, pero los liderazgos particulares se fortalecen, los programas se radicalizan y la cohesión de cada grupo aumenta a expensas del debilitamiento de las solidaridades generales.
La política marginal, por el contrario, se instala en la ineficacia y en el fracaso. No sólo deja sin respuesta las demandas de los grupos particulares, sino que cada iniciativa tomada por los líderes perjudica a sus bases. Éstas, a su vez, no se ven ya a sí mismas como avatares de la nación, sino como reductos amenazados por todos los demás grupos y faltos de protección por parte de un Estado que consideran instrumentalizado por sus enemigos. La política marginal es incapaz, por definición, de suscitar ilusiones y expectativas. Se caracteriza por la desconfianza, el sentimiento de agravio y, sobre todo, por el victimismo. Los liderazgos se desvanecen y proliferan las disensiones internas. En tales situaciones, la reconstrucción de los liderazgos es tarea imposible, no sólo porque el número de candidatos a dirigente providencial se dispara, sino porque las bases no parecen necesitar líderes, sino enemigos. Culpables en quienes personificar la responsabilidad de todos los males que las aquejan. Paradójicamente, la política marginal, sin programas viables, se alimenta de los aparentes progresos del enemigo, que convalidan la autovisión de cada grupo como una fortaleza sitiada. No hay margen para el mínimo intento de diálogo. Se cierran al exterior y dinamitan los puentes.
Lo más grave es que toda política marginal desemboca tarde o temprano en la atribución al antagonista de una intención criminal e incluso genocida respecto al propio grupo. Las posiciones moderadas se interpretan como disfraces hipócritas de espantosos proyectos de aniquilación. La política marginal, en definitiva, supone la sustitución de la imaginación (es decir, de la capacidad de representarse al Otro como un semejante) por la fantasía terrorífica.
JON JUARISTI, ABC 21/07/13