Mario

Como tantos otros, la primera vez que oí hablar de él fue durante el Proceso de Burgos. Mientras clamaba en la calle contra aquellas penas de muerte, su rostro y el de sus compañeros no eran más que una sombra tras unos barrotes imaginados. Aunque entonces todo era claro y sencillo de entender.

A un lado estábamos nosotros y enfrente, los grises. De nuestro lado estaba la sinceridad, la amistad, la juventud y hasta el amor. Al otro lado todo parecía sucio y viejo, con una vejez de siglos. ¿Qué más natural que correr gritando libertad, abrazarnos, hablar de la inevitable revolución y hacer el amor cuando y donde se pudiera?

Habían pasado cuatro años desde mi primera manifa del Aberri Eguna de Irún y mi primer beso apasionado. Ahora todo empezaba a encajar. El régimen se preparaba para su final, matando, como había empezando; pero esta vez se lo habíamos impedido. Las masas habían hecho al fin su aparición y yo formaba parte de esa historia. Al mes siguiente me casé llena de buenos augurios. Pero enseguida se rompió el encantamiento; la realidad se me cayó encima y todo empezó a rodar cuesta abajo.

Empecé a darme cuenta de que la idea que mi marido tenía de protagonizar la historia coincidía bastante poco con la mía. O que la historia que protagonizábamos eran dos historias más que una. Cada día yo asistía a su metamorfosis; se volvía más fuerte por fuera, a base de ocultar sus debilidades. Sus relaciones sociales aumentaban, y sus cenas de trabajo y sus viajes. Yo también iba cambiando, aunque en sentido contrario. Lloraba, me volvía más histérica y, a la larga, miserable, cuando me di cuenta de que era incapaz de abandonarle. En cuanto a las masas… Tras el efímero éxito de Burgos se sucedieron las escisiones, los reproches, las acusaciones de traición. La vida política se parecía demasiado a mi vida de pareja. En ambos espacios mi compañero se iba haciendo más moderado y cínico, y yo más radical e insegura. ¿Qué había quedado de aquella francesita cultivada y sensata que dejaba con la boca abierta a cualquiera? Menos mal que la muerte de Franco volvió a unirnos a todos un poco. Pero la alegría se acabó tan pronto como el champán.

Cuando se anunciaron las primeras elecciones democráticas en 1977, todo mi ambiente era abstencionista, porque temíamos que el régimen de Franco querría perpetuarse engañándonos con una farsa de elecciones. Pero, al igual que mucha gente, yo sentía la inmensa alegría de saber que por primera vez podríamos votar y elegir a nuestros representantes.

No era la revolución pensada, pero sí la libertad anhelada, la sensación de que algo nuevo, que estaba por hacer, comenzaba. Así que, en ese mar de dudas y sentimientos encontrados estaba yo, cuando aparecieron aquellos carteles de EIA en fondo rojo con las fotografías de los últimos presos, los que todavía no habían salido y que iban a ser extrañados; y entre ellos, Mario. Si incluso ellos, a quienes tanto admirábamos porque habían tenido el valor de enfrentarse a sus verdugos, también llamaban a la participación, ¿por qué seguir en las tinieblas de la negación, por qué no hacer una apuesta de futuro, por qué no abrazar la libertad con todos sus riesgos? Y elegí esta opción, y las relaciones y los referentes empezaron a ser otros.

Aquella fue mi encrucijada, a la que siguieron otras. Las cosas se enredaban y se hacían cada vez más complejas. El nacionalismo instauraba su nuevo régimen y mi marido se compraba su Mercedes. Pero Mario siempre permanecía, siempre era una referencia fundamental, no sólo política o intelectual, sino también vital. Porque su lucidez era cálida, próxima, alegre, y por eso transmitía ánimo y confianza para seguir adelante. Me hacía sentirme bien, reconfortada, y no sé cómo lo hacía, pero lograba que nunca llegara a sentirme del todo sola.

Así empecé mi viaje con los euskadikos, el único intento de aprender a convivir nacionalistas y no nacionalistas dentro de un mismo partido. Un viaje iniciático que empezó diciendo «no a esta Constitución» y me llevó a reconocer mi libertad de ciudadana en esta Constitución precisamente. Un viaje que me llevaría también a decir «no a este matrimonio». En ambos casos era el mismo viaje de regreso a mi Itaca más personal, fondeando azarosamente en muchas islas, hasta volver a sentirme ciudadana y, sobre todo, persona.

Escuchándole en aquella nave un tanto cochambrosa, rodeados de cantos de sirenas, siempre tuve la sensación de no estar sola, de formar parte de algo. Y también, sin duda, porque siempre acabábamos todos riendo. Cuando a veces miro para atrás, como ahora, e intento hacer un balance de lo vivido, me considero una privilegiada por la inmensa suerte de haber conocido a una de las mejores personas de nuestro tiempo.

Él ha llegado finalmente a su isla. Los demás aún debemos proseguir nuestro viaje. Con él hemos aprendido a compartir muchas cosas, hasta su pena de muerte, que ahora es la de no pocos de nosotros. Pero, como él escribió, éste es el precio de la libertad. Su precio y también su recompensa, porque esto y no otra cosa es, al fin, la vida.


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Ainhoa Peñaflorida, EL PAÍS/PAÍS VASCO, 10/9/2003