VICENTE VALLÉS-La Razón
  • Los presidentes mantienen en su puesto a ministros «quemados» porque le sirven de escudo
Nunca ha sido fácil ejercer la cartera de Interior. En los tiempos duros de ETA existía un sentimiento de solidaridad entre los ministros que se habían sucedido en ese cargo, al margen del partido al que pertenecieran. Rara vez un exministro del Interior criticaba al ministro en ejercicio, porque unos y otros sabían lo compleja que resultaba la responsabilidad de amanecer cada día con otro atentado. Pero era habitual que la única comprensión que encontraran los ministros del Interior fuera la de sus predecesores. Salir incólume de ese ministerio era y es una heroicidad.

En estos tiempos, el responsable de ese departamento ya no tiene que ocuparse del terrorismo etarra. Como consecuencia, tampoco dispone de ese burladero para atraer la comprensión y la empatía general. Menos aún, cuando el ministro persevera en su impulso de entrar al choque en cada lance del partido, como si su naturaleza le impidiera evitar el conflicto.

Fernando Grande-Marlaska ha ejercido su profesión de juez en la Audiencia Nacional con actuaciones notables al servicio del país. Fue vocal del Consejo General del Poder Judicial a propuesta del PP de Mariano Rajoy, y es ministro del Interior, elegido por el PSOE de Pedro Sánchez. No se puede poner en duda su versatilidad política. Ahora, tres años después de asumir ese cargo en el Gobierno, su principal ocupación consiste en mantenerse. Lo ha conseguido, cuando las quinielas aparentemente mejor informadas incluían su nombre entre los ministros que saldrían del gabinete en la remodelación previa al verano. No fue así porque a Sánchez debe gustarle la gestión de Marlaska –se supone–, aunque es bien conocido que, a veces, los presidentes mantienen en su puesto a ministros «quemados» porque le sirven de escudo.

Los últimos episodios –la devolución de menores inmigrantes cuestionada por los tribunales, o la denuncia falsa de agresión homófoba y su utilización política– son solo peripecias suplementarias que incrementan su condición como protagonista muy principal de las batallas entre el Gobierno y la oposición. Pero Marlaska no parece sentir fatiga ni incomodidad. En definitiva, no hace más que replicar el hábito temerario de su jefe de vivir peligrosamente. Siempre.