David Mejía-El Subjetivo
- «Se ha extendido la idea de que para comprender el marxismo hay que leer Solzhenitsyn, pero no: hay que leer a Dickens»
El prólogo de Yolanda Díaz al Manifiesto comunista es lo peor que le ha pasado a Marx en mucho tiempo. El texto de la vicepresidenta me trajo a la memoria a esos alumnos que pontifican sobre un autor en un tono tan solemne y alambicado que revela que no se han tomado la molestia de leerlo. «El viejo Karl», como le llama la ministra, no se merecía esto.
Claro que Marx tampoco se merece que le acusen de ser el autor intelectual de varios genocidios. Las diputadas del PP Cayetana Álvarez de Toledo y Pilar Marcos han registrado una pregunta dirigida a la vicepresidenta segunda exigiéndole explicaciones por su «apología de una consigna política que ha causado 100 millones de muertos». No caigamos en el reduccionismo de leer la Biblia como un panegírico de la Inquisición.
No es fruto de la casualidad, ni de la conspiración judeo-masónico-comunista-internacional, que Marx sea un autor inevitable en el estudio de las ciencias sociales y las humanidades. Su lugar en la historia intelectual de Occidente no puede despacharse apelando a los crímenes de Stalin; hay que leerlo. Y el Manifiesto comunista es un buen comienzo.
Esa obra (que, contra lo que dice Díaz, no se escribió a cuatro manos, ni a dos) sigue siendo de interés. Quizá no tanto por lo que propone como por lo que denuncia. Es cierto que su lenguaje es agresivo, pero la hipérbole es un fósil estilístico de la época. Era costumbre, sobre todo en la izquierda, escribir con épica, aventurando un clímax que no llegaría. Y sí, hay referencias a la violencia, pero es más probable que Marx estuviera ejercitando la retórica de su tiempo que llamando a un baño de sangre. En todo caso, la violencia no era un recurso en desuso en el siglo XIX. Hoy nos genera rechazo ese lenguaje desde la comodidad de una democracia occidental, pero tampoco el pueblo español se enfrentó a los mamelucos con abrazos.
Las conquistas del socialismo (jornadas de ocho horas, vacaciones pagadas, abolición del trabajo infantil) no fueron fruto de la generosidad de la burguesía, sino de la organización colectiva del proletariado, cuya primera conquista fue tomar conciencia de su existencia como clase social con objetivos comunes. No resignarse a ser, como dice Marx, «apéndices de la máquina», seres vivos, pero desposeídos de toda humanidad.
«Los trabajadores no tienen patria», reza el Manifiesto en una sentencia que revela su vocación emancipadora. El texto es una llamada de atención, una apuesta por liberar a hombres y mujeres de las ataduras históricas —nacionales, sexuales, sociales, morales, familiares, laborales— con que los poderosos los someten mientras los convencen de que sus yugos son naturales.
Hay quien cree que le basta con conocer los horrores del estalinismo para juzgar a Marx y no es así. La clave para entender su obra no está en las consecuencias del comunismo, sino en las causas. Se ha extendido la idea de que para comprender el marxismo había que leer Solzhenitsyn, pero no. Para entender a Marx hay que leer a Dickens.