EDITORIAL-EL ESPAÑOL

La opa hostil presentada este jueves por el BBVA sobre el Banco Sabadell ha puesto de acuerdo en su contra a todo el arco parlamentario español.

También el Gobierno se ha manifestado rotundamente en contra.

Primero, de forma matizada, por boca de Carlos Cuerpo, ministro de Economía, que ha afirmado que la opa tendrá «efectos lesivos potenciales en el sistema financiero».

Después, de manera mucho más rotunda, por boca de la vicepresidenta primera y ministra de Hacienda, María Jesús Montero, que ha anunciado que el Gobierno no autorizará la operación.

Una actitud forzada en parte por la utilización victimista que los partidos nacionalistas han hecho de la opa y por el temor a que una respuesta poco contundente pudiera ser interpretada por una parte de la opinión catalana como tacticista, dada la inminencia de las elecciones autonómicas de este domingo.

Sólo la CEOE, por boca de Antonio Garamendi, ha evitado posicionarse en contra de la opa, pidiendo «respeto» por las decisiones que se tomen desde el ámbito privado.

Resulta difícil comprender el momento elegido y el porqué de una opa hostil sobre el Sabadell, que aunque tiene su sede en Alicante sigue siendo percibida como catalana, a sólo 72 horas de unas elecciones.

Porque de haberse anunciado la opa dentro de dos semanas, quizá el PSOE no se habría opuesto a la operación con esta rotundidad, erigiéndose en defensor de los clientes y de la competitividad del sector financiero.

Es probable también que el PP hubiera moderado su respuesta, poniendo en la balanza la defensa del sector privado y los posibles efectos perjudiciales de la opa.

Los partidos independentistas, por su parte, no habrían tenido tan fácil escenificar su indignación por una operación que están presentando como una agresión al pueblo catalán y que se ha convertido ya en el tema estrella de la recta final de la campaña.

Desde este punto de vista, el timing de la opa del BBVA sobre el Sabadell, con su inverosímil falta de sentido de la oportunidad, ha sido tanto un error de estrategia como de comunicación e imagen del banco presidido por Carlos Torres.

Tras la negativa del Sabadell a la fusión el pasado lunes, el BBVA podía elevar el precio de su oferta, renunciar a la adquisición o lanzar una opa hostil.

Pero hacer coincidir la tercera opción con la recta final de la campaña electoral en Cataluña indica que el BBVA tiene un problema de fondo que afecta a su proceso de toma de decisiones. Proceso que, a la vista de la reacción de rechazo prácticamente unánime de los partidos y los organismos implicados, no parece tener las garantías de calidad propias de una entidad de su dimensión, su eficiencia y su éxito.

Y sorprende porque la tarjeta de presentación del BBVA no podría ser mejor. El BBVA es el tercer banco español tras CaixaBank y el Santander, y el segundo en el plano internacional. Con un beneficio en 2023 de 8.000 millones, un 13% más que en 2022, y unos ratios de rentabilidad y solvencia envidiables, el BBVA es una de las empresas clave del sector financiero español.

Por eso no se explican las sorprendentes declaraciones de Carlos Torres dándole «la bienvenida» al hipotético «daño reputacional» que sufriría la entidad si la opa hostil sale adelante.

Y no se explican porque la operación puede tener sentido desde un punto de vista estrictamente empresarial, algo que no niega EL ESPAÑOL.

Pero la reputación de un banco forma parte del núcleo duro de su identidad. El negocio bancario no es otro que el de la explotación de la confianza de sus clientes y accionistas. Y sin reputación no hay confianza.

El principal problema hoy del BBVA no es, por tanto, si la opa sobre el Sabadell triunfa o fracasa, sino el déficit estratégico y de valoración de su imagen pública que ha aflorado a la hora de tomar una decisión de esta envergadura.