ANTONIO RIVERA-EL CORREO

  • Hasta que no hablemos de reparto y no de beneficio, de vida y no de economía, de disfrute y no de supervivencia, seguiremos igual de viejos y acabados

Alguna prensa británica -en concreto, ‘The Independent’- ha prestado atención a la enmienda presentada a los Presupuestos por Íñigo Errejón, de Más País. Propone dar ayudas a empresas que ensayen la aplicación de un proyecto piloto de semana laboral de cuatro días. La idea ya ha sido considerada por el Gobierno valenciano a partir del estudio de un grupo de expertos de aquel país denominado Autonomy. La modificación presupuestaria costaría 50 millones de euros y el Gobierno se ha comprometido en estudiarla.

Todo lo que rodea la noticia es modesto. Dos diputados, 50 millones, enmienda parcial, lo estudiaremos. El tiempo que ha ocupado en nuestros medios es también modesto. Sin embargo, es la primera vez que se oye algo distinto. La pandemia, se dijo, iba a cambiar nuestras vidas; lo estamos comprobando. No solo cambia nuestra vida en sus hábitos cotidianos, sino también en cómo la contemplamos. Tanto recogimiento e incertidumbre está estimulando el pensamiento profundo de qué hacemos aquí, de qué vale esto, qué es lo auténtico. Y la modesta enmienda parcial va al corazón de esas preguntas y respuestas.

Hasta hoy, toda esa promesa de cambio consiste en más de lo mismo. Los 140.000 millones del maná europeo van a servir para forjar la economía del futuro, que sigue pasando por los mismos argumentos que en el pasado: seguir produciendo y seguir trabajando. La humanidad trabajadora que se inventó el capitalismo hace dos siglos y medio no se cuestiona en lo más mínimo. Hay que salvar la Navidad, no para disfrutar de ella y poder volver a abrazar a los nuestros, sino para que puedan abrir las grandes superficies y con ellas regresemos a la vida. Una vida que no es si no es consumo y economía reactivada. ¿En esto consistía el cambio de perspectiva? Seguro que no. El futuro, nos dicen, cambiará invirtiendo esos miles de millones en formación y en digitalización. Eso, y en derivar la mitad o tres cuartas partes -lo dijo obscenamente hace unos días un portavoz empresarial- al peculio de las compañías privadas. Todo suena asquerosamente viejo.

El maldito bicho ha puesto en cuestión la sociedad del trabajo. Nos ha obligado a pensar de qué vale tener si no podemos disfrutar. No podemos hacerlo por el bicho, pero sin bicho acertamos a pensar que tampoco vale porque nos dedicamos solo a trabajar, a preocuparnos por participar de la obligación económica sin tiempo para nosotros y los nuestros. Ahora que todos hemos pensado más en el final, en la muerte, estas reflexiones dejan de ser extravagantes. Dominar nuestro propio tiempo se convirtió en preocupación cuando todo se rompió y todo lo teníamos para nosotros, pero para nada. Ahora que amenaza la normalidad con el regreso es cosa de preguntarse a qué viene con tanta prisa.

Y hay otra cuestión más. La pandemia ha intensificado la divergencia social. Quienes hemos mantenido el trabajo seguimos cobrando lo mismo y gastando mucho menos. Enfrente, otros lo han perdido y no ganan nada o ganan menos. Sin embargo, más allá de políticas de rescate, las estrategias vuelven a incidir en la recuperación de la economía general. Hay que subir los salarios a todos los funcionarios por igual, aunque sea ahora más injusto que nunca… todo para que ese cuerpo social reanime el consumo interior. Los términos se han invertido y el becerro de oro aparece como único salvavidas. Sin él no imaginamos otra alternativa. ¿Era esta la novedad?

La propuesta de Errejón no nos va a sacar de pobres. Seguro que tampoco lo pretende. Pero introduce otro lenguaje, el que parecía iba a alumbrar por sí solo en este escenario casi postapocalíptico. El reparto del trabajo, la redistribución de las rentas, la economía dispuesta para la felicidad del mayor número de personas y no para el beneficio de unos pocos, la sustitución intergeneracional que nos evite un conflicto entre edades similar al de clases, la solidaridad entre países… Lo dejo ahí porque, si no, acabaré hablando también de la paz universal y el amor entre los humanos.

Cuando la pandemia nos cambió la vida jugamos a pensar si íbamos a salir de esta mejores o peores. Si hiciéramos un estudio solo de las palabras que usamos tendríamos que concluir que saldremos igual, o sea, peor. Hasta que no hablemos de reparto y no de beneficio, de vida y no de economía, de disfrute y no de supervivencia, seguiremos igual de viejos y acabados, y nuestra única opción será volver a lo mismo. Cuando nuestra prensa atendió un instante a la propuesta de Errejón acabaron concluyendo que si le quitábamos un día al trabajo de la gente iría en perjuicio de los establecimientos que se dedicaban a atenderlos todas las jornadas anteriores. Es claro que no lo habían entendido, que siguen pensando como viejos, que los zombis mentales están entre nosotros. Y algunos de ellos nos gobiernan.