La Razón, 1/12/12
Tras perder 12 diputados, sus hombres de confianza tuvieron que convencerle para que se mantuviera al frente
A las ocho de la tarde del 25 de noviembre, Artur Mas y su esposa llegaban al Hotel Majestic. Sonrientes saludaban a los militantes nacionalistas que los esperaban en las puertas de la tradicional sede electoral de CiU gritando «president, president». Poco a poco, los dirigentes nacionalistas llegaban al céntrico hotel barcelonés. Las sonrisas, entonces, eran de oreja a oreja. Culminaba la jornada del adelanto electoral para lograr la «mayoría excepcional» que pedía el candidato de CiU para iniciar su camino hacia el estado propio. A las 22.52 horas, tras haber seguido el escrutinio en una sala de la primera planta con los más afines, Mas comparecía ante los medios de comunicación rodeado de la plana mayor de CiU. Las sonrisas habían desaparecido. El batacazo electoral se notaba en sus caras.
En estas casi dos o tres horas, los dirigentes de CiU habían conocido el fracaso de su apuesta. No se conseguía la mayoría absoluta anhelada y, además, se retrocedía sobremanera perdiendo doce diputados. De 62 a 50.
Ante el descalabro, Artur Mas puso su cargo a disposición del partido. Lo hizo en una sala rodeado de su «pinyol», sus hombres de confianza que aplauden cada uno de sus pasos en su órdago soberanista. Los que le conocen saben que, cuando se dirigió a los suyos, hablaba en serio porque se abría en Cataluña «un periodo ingobernable». Por eso, los que le rodeaban en ese momento le pidieron, incluso le suplicaron, que no lo hiciera. Con su dimisión, argumentaban, las cosas no podrían ir «más que a peor».
Las fuentes nacionalistas que explican este episodio apuntan que el director de la Fundación CatDem, Agustí Colominas, también puso el cargo a disposición, así como Jordi Argelaguet, director del Centro de Estudios de Opinión –el conocido como CIS catalán–, y autor de la encuesta que pronosticaba una mayoría absoluta sobrada a los nacionalistas. Los nervios eran evidentes en los dirigentes que salieron a saludar desde el balcón del Majestic. Incluso, Helena Rakosnik, esposa de Artur Mas, trataba de consolar a su marido cogiéndole del brazo como captaron las televisiones.
Todos se conjuraron para evitar que se filtrara la decisión de Mas, pero apenas 24 horas después la noticia corría como la pólvora. Desde ese momento, CiU se ha esforzado en mantener una imagen de unidad y trabaja para conseguir el apoyo de Esquerra Republicana para poder gobernar. Reconocen que hay que hacer autocrítica, pero de puertas a fuera es el momento de buscar pactos que hagan posible la consulta y no de cuestionarse liderazgos.
Los nacionalistas aceptan avanzar por el camino de la transición nacional a cambio de exigir a los republicanos responsabilidad para dar estabilidad al gobierno que necesita Mas. Es decir, pide a ERC que apoyen los presupuestos más restrictivos y con más recortes de la historia de la Generalitat democrática. A cambio, tendrán referéndum secesionista. Si no dan su apoyo, ERC será acusada de boicotear el proceso nacional y de no estar a la altura de unas circunstancias que desde CiU repiten que son excepcionales desde la manifestación independentista del 11 de septiembre.
El propio presidente de la Generalitat anunció también contactos con el PSC, aunque no parece que los socialistas estén por la labor de ser muleta de CiU. Desde las elecciones, Mas siempre ha sido visto con gesto adusto. No tiene nada que celebrar. Los interrogantes sobre la legislatura se acentúan porque, como dice Duran Lleida, que ha mantenido un discreto segundo plano, «no se supo leer la manifestación del 11 de septiembre». Mas lo reconoció cuando puso su cargo a disposición.