MANUEL MONTERO-El Correo
La historia del misterioso máster de Cifuentes resulta tenebrosa. Lo más extraño del asunto: ¿por qué la interfecta quiso colgarse el mérito del máster? Al fin y al cabo, la política que se practica aquí no requiere títulos: es el único oficio en el que esto sucede. Lehendakari y honorables hemos tenido sin estudios, indicio del gusto patrio por el primitivismo intelectual. El propio Puigdemont no ha pasado de Bachiller, lo que no le impide ser mártir de postín, amén de conferenciante en universidades europeas, donde afea su ignorancia a catedráticos de Derecho, profesores de Ciencia Política y lo que le echen.
Lo de Cifuentes ha sido por tanto un exceso de celo. Querría decirse lista, estudiosa, preparada: regeneradora, misión para la que el masterazgo vendría como anillo al dedo, según confirma el renuncio de Maroto, cuyo curriculum también lucía un máster apócrifo, error que ha decaído cuando se vio pelar las barbas del vecino.
Así las cosas, ojalá el PP deje de buscar en su seno los brotes verdes de la regeneración. Se le ve imposible para la tarea: no es lo propio del olmo dar peras. El ciudadano, estupefacto ante el espectáculo –sesión continua–, se conforma con que los dirigentes no le salgan pretenciosos y contengan las tendencias al despojo social. Tampoco pide tanto.
La gesta del máster misterioso ha demostrado, además, que la lideresa en ciernes tiene más peligro que un nublado. Ha sido capaz, en pocos días, de cargarse sin remisión su carrera. Si todavía piensa que puede salir de ésta y seguir en el machito, se confirmaría la impresión de incompetencia política que ha transmitido. Nada desazona más que un político sin instinto político: su máster interruptus imposibilita que recupere la credibilidad, que es la materia de la que están hechos los sueños públicos.
Siendo de interés su suicidio político –un harakiri en público siempre impresiona–, asombra aún más su desconocimiento de cómo funciona la administración, desconcertante en una autoridad. Por lo que dijo, cree que una universidad viene a ser el camarote de los Hermanos Marx. Aseguró, de entrada, que es habitual en la Universidad española rectificar actas dos años después de cerradas. Pues que venga Mariano y lo vea: sólo se sabe de su caso. Y más despropósitos: no hay ninguna diligencia, ningún papel que autorice el cambio de la nota. Eso ya no. Nada de esto suele suceder en la universidad española. La URJC parece una excepción.
Contra lo que debe de pensar la dirigente de Madrid, la imagen de vivalavirgen que transmite el PP no se aplica a la Universidad, cuya administración suele ser rigurosa. Si se hacen chapuzas, como parece ha sucedido en este caso, constituye una irregularidad con indicios delictivos: tiene que tratarse como tal. Si la URJC ha actuado institucionalmente como cómplice, intentando tapar el desaguisado, debe investigarse su funcionamiento. No es la primera vez que es motivo de escándalo. Hace poco se descubría que el anterior rector plagiaba artículos. ¿Hay quien dé más?
Tampoco resulta edificante el intento de salir de rositas asegurando que hay una conspiración socialista anticifuentes. No salva la cuestión fundamental: ¿aprobó el máster y el TFM? ¿O todo es lo que parece y ni lo uno ni lo otro?
Cifuentes no sólo se ha cargado su carrera. En el mismo acto ha puesto en cuestión a la URJC, fundada por el PP y quizás reticente a normalizar sus procedimientos. ¿Puede una Universidad convertirse en un chiringuito? De ahí que la actuación de Cifuentes sea particularmente atroz. Primero, por la desfachatez de hacerse con un máster sin hacerlo. Segundo, por sostenella y no enmendalla.
No puede ser que el buen hacer de la Universidad española quede empañado por estas prácticas perversas. Por mucho que sea un caso aislado, debe dilucidarse lo sucedido con rigor y urgencia. Toda la Universidad se resiente con desaguisados como este.
El resto de la historia resulta increíble, sin más: un máster asistencial que se cursa sin asistir; un TFM que desaparece, del que nadie sabe nada. Al margen de los indicios que delatan falsedad, suena a milonga. Que una autoridad pública presente un Trabajo de Fin de Máster y nadie lo recuerde resulta inaudito.
Cifuentes se ha llevado por delante el prestigio ya maltrecho de la Universidad que la acogió y prohijó. Y si el asunto no se aclara de forma fehaciente hará lo propio con todo el sistema universitario español. Su capacidad destructiva impresiona.
Y de rebote su ‘brillante’ paso por el máster pone en entredicho los másteres que se imparten en España, si es cierto que se aprueban a voleo, sin esfuerzo.
El afán universitario de la lideresa era peculiar. Quería el título, pero no la formación –dicen de Casado lo mismo, pero confiemos que no–. Por lo que se ve, le bastaba que le figurara en el curriculum. ¿Qué le iban a enseñar a ella? Si ya ascendía sin tanta preparación: mejor permanecer con la personalidad en bruto, sin malearse… Un título y ya está. Que estudien ellos.
La carrera política de la heroína madrileña ha colapsado, pero la experiencia demuestra que aquí cuando se llega al máximo nivel de incompetencia se recibe un irresistible empuje hacia arriba. Quizás sea el caso, Mariano mediante.
Estremece pensar en los estragos que puede causar la masteresa si la premian por su error o tropelía. Con sólo un máster se ha cargado su credibilidad, la de los másteres, la de la URJC y amenazado la imagen de toda la Universidad española. De la que le den otra oportunidad –el típico Ministerio Gozoso– hay que llamar a Puigdemont para que nos salve.