Ignacio Camacho-ABC
- La decisión de no exigir tests preventivos a los turistas obedece a razones de índole económica, no científica
Para asistir a la cumbre sobre el Sahel en Nouakchott, los dirigentes europeos han debido someterse a un test reciente de PCR que los demuestre libres del Covid-19. Pedro Sánchez tuvo que hacérselo para una visita de menos de 24 horas. Ningún ciudadano extranjero lo necesita, sin embargo, para entrar en España, donde basta, como en la mayoría de países de la UE, con una toma de temperatura y una inspección visual -el llamado ojo clínico- en el aeropuerto de llegada. Se arguye que la prueba es relativamente cara, disuasoria para el turismo, y que su eficacia no resulta concluyente en personas pre o asintomáticas. Sin embargo todos los expertos reconocen que su exigencia preventiva tiene la ventaja de eliminar
un importante contingente de riesgo en caso de afluencia de masas, por lo que constituye una precaución aconsejable y complementaria de otras medidas de rastreo y trazabilidad que sí se consideran imperativamente necesarias. Teniendo en cuenta que las costas españolas se disponen a recibir a millones de viajeros procedentes, entre otros lugares, de Gran Bretaña, donde el coronavirus alcanza cotas de transmisión alarmantes debidas a una gestión tan nefasta o incluso peor que la de nuestras autoridades sanitarias, se hace difícil entender que nuestros requisitos de acceso sean menos exigentes que los de una nación tan poco visitada como Mauritania.
La razón es esencialmente económica. No de coste de la prueba sino de impacto sobre el sector turístico, al que la pandemia ha dejado en circunstancias críticas. Se puede entender siempre que no se recurra a la coartada clínica; estamos hartos de mentiras. En el pico más alto de la enfermedad, Sanidad negó la utilidad de los PCR por la sencilla razón de que no los tenía, y lo mismo sucedió con las mascarillas, que pasaron de inútiles a obligatorias a medida que iban llegando los cargamentos de mercancía china. Si vamos a jugar a la ruleta rusa, a confiar en la suerte por necesidad productiva, que salga Don Simón y lo diga: señores, ahora la prioridad es la recuperación y creemos posible convivir con una tasa de infección reducida. Ya basta de ampararse en el criterio de la medicina; los test de detección no son infalibles pero su uso cuenta con el consenso de la comunidad científica.
La población está en vilo ante la temporada de verano. La palabra rebrote se ha convertido en la nueva estrella cotidiana del vocabulario y la apertura de fronteras multiplica las posibilidades objetivas de contagio. En estas circunstancias, la decisión de prescindir de las pruebas tiene un reverso muy afilado. Entramos en un tiempo complejo, brumoso, arriesgado, en el que toca asumir una cuota de autorresponsabilidad para normalizar en lo posible la actividad y evitar el colapso. El margen de fallo existe pero el de las excusas se ha agotado. Ojalá no tengamos que arrepentirnos de no ser mauritanos.