EL CORREO 21/04/13
KEPA AULESTIA
A la izquierda abertzale ha de exigírsele, cuando menos, que se responsabilice de sus actos y omisiones y asuma sus carencias
Las protestas de la izquierda abertzale, denunciando las presiones involucionistas de la extrema derecha española que –según palabras del presidente de Sortu– condicionarían la política del PP y de otros sectores frente al «proceso de resolución del conflicto», tratan de ocultar ante los suyos y disimular ante los demás la parálisis que los herederos de Batasuna padecen en su evolución democrática. Desde que los promotores de Sortu redactaran los estatutos del nuevo partido, sus dirigentes han retrocedido en cuantas manifestaciones públicas han realizado en todo lo relativo a ETA, la violencia y sus víctimas.
La crítica legítima a la política penitenciaria o a la sentencia del Tribunal Supremo por kale borroka contra los dirigentes de Segi podía haber sido expresada en otros términos y con otras actuaciones. Aunque algo han ganado en este tiempo. Cuando se presentaron los estatutos de Sortu se echó en falta su condena retrospectiva del terror. Ahora bastaría con que se callasen. Con que no interpretaran la indiferencia reinante como una invitación a que reivindiquen su pasado.
Ninguna opción gestada por el terrorismo y que haya amparado la violencia ha obtenido lo que la izquierda abertzale viene cosechando –en votos y poder institucional– en las tres últimas elecciones en Euskadi y Navarra. Podrían conformarse con eso y tratar de afianzarlo. Pero su pretensión de redondear tan indudable triunfo con el mantenimiento de un resorte fáctico –la persistencia de ETA– que les dote de una influencia añadida en la determinación del futuro vasco es lo que convierte la indiferencia en indignación.
Una parte de su impostura responde al propósito de obtener mayores réditos de la coacción ejercida hasta anteayer y del chantaje proyectado hacia el futuro. Pero cabe pensar que otra parte refleja el marasmo en que se encuentra el mundo radical. La izquierda abertzale tiene la irritante costumbre de reclamar madurez a los demás, como si el mal extremo y sus secuelas debieran ser reconocidos como parte de una realidad incontrovertible. Una manera de ocultar su inmadurez ante los suyos y disimularla ante los demás. A una formación legalizada ha de exigírsele, cuando menos, que alcance la mayoría de edad y se responsabilice de sus actos y de sus omisiones, que asuma sus carencias y mida el tono de sus palabras.
Cabía esperar que la constitución de Sortu como partido permitiese a la izquierda abertzale poner orden en sus filas y administrar sus energías. Pero según pasan las semanas se evidencia que todo esto le viene grande. Trata de abarcar cada día más para dar la sensación de un proyecto total, pero se pierde en una dinámica descontrolada y excesiva, en una agitación constante auspiciada bajo un sinfín de iniciativas y apariencias.
Ni siquiera la izquierda abertzale es capaz de cubrir el amplísimo terreno de juego que va de la gestión hacendística en la Diputación guipuzcoana a la colonización de los escraches contra los desahucios, del mantenimiento de carreteras, calles y plazas a la promoción de una huelga general, de la moción de censura contra Yolanda Barcina en Navarra a la acampada por los condenados de Segi, del ‘puerta a puerta’ a su presencia en el Consejo Vasco de Finanzas, de los inevitables recortes que aplica allá donde gobierna a la proclamación redentora de una Euskal Herria socialista.
Se entiende que no lo pueda todo. Pero a estas alturas es incomprensible que Sortu se vea en la obligación de que uno de sus dirigentes, Xabi Larralde, comparezca como testigo de la defensa en el juicio por el asesinato de los guardias civiles Fernando Trapero y Raúl Centeno en Capbreton. Una acción especialmente sanguinaria que Larralde describió ante el tribunal de París como «hechos que se inscriben en un conflicto armado de origen político». Tan reivindicativa declaración hace un flaco favor a los acusados y, al mismo tiempo, devuelve a la izquierda abertzale al pasado.
Las aspiraciones del pueblo son la causa que justifica las atrocidades cometidas hasta la declaración «unilateral» del cese definitivo de las actividades armadas. Pero la posesión misma de las armas sigue alentando un discurso totalitario y totalizador sobre la voluntad de ese pueblo y su genuina representación. Sin armas, la izquierda abertzale encarnaría solo a una parte del pueblo vasco. Los disparos de antes y la herrumbre en los ‘zulos’ de hoy son lo que confiere a su relato la pretensión de defender los ‘verdaderos’ intereses de Euskal Herria. Una terca inmadurez ésta, que impide a la izquierda abertzale soltarse de la mano de una veintena de activistas que están armados solo para testimoniar que están armados.
Claro que el problema parte del modo en que la izquierda abertzale explicó por qué hasta una fecha la ‘causa’ hacía inevitable el uso de la violencia y por qué a partir de la misma debía optarse por vías «exclusivamente pacíficas y democráticas». Al eludir el más mínimo juicio moral respecto al terror, la izquierda abertzale construye su ‘proceso’ sobre terreno tan movedizo que, aun siendo capaz de dejarse desalojar a rastras del ‘Aske Gunea’ del Boulevard donostiarra por la «Ertzaintza de Urkullu», no puede evitar que la añoranza continúe perpetrando sabotajes.