El Correo-MANUEL MONTERO

Los verificadores sirvieron para escenificar el final de ETA al gusto del terrorismo, revistiendo su derrota como una especie de iniciativa unilateral, asistida por la comunidad internacional

El terrorismo gestó en el País Vasco peculiares entramados organizativos y atrajo sinfín de voluntarios, de índole variopinta y con el común denominador de servir a alguno de los propósitos en los que se diseccionaban los objetivos de ‘la organización’ y adjuntos. Entre ellos se encuentra la pléyade de ‘mediadores’ internacionales que nos cayeron encima. Sus implicaciones éticas los convierten en una de las partes más lamentables de esta historia.

Estos sujetos y organizaciones tenían una característica peculiar: eran de parte, compartieron siempre el entramado conceptual del terrorismo, su fábula del que llamaban ‘conflicto vasco’. Se decían mediadores, pero nunca estuvieron en medio ni mediaron entre el terror y los amenazados. Se limitaron a representar el papelón que exigía el guión de ETA. El terrorismo y adláteres sostenían que aquí había una guerra entre dos partes –no el mero acoso violento a la sociedad democrática– y tal imaginario exigía la figura del mediador, que si tenía aire internacional servía para dar realce a la ficción, hacer como si la quimera tuviese enjundia.

Ponerse al servicio del argumento de quienes cometen actos criminales y de quienes les jalean exige estómago, tragaderas o falta de escrúpulos. Sin embargo, siempre hay voluntarios, hasta para conducir a ciegas un furgón celular de contenido incierto. Así que se hicieron presentes en nuestras vidas los mannikalingans, currines y demás. Es de admirar que hayamos salido con bien de la experiencia, y eso que no les faltaban ansias de alterarnos la vida, va de suyo en el oficio de mediador mal entendido.

Sólo caben dos posibilidades, a cada cual peor: que creyeran que a los terroristas les asistía alguna razón o que, sin compartir lo anterior, se tragaran la tramoya argumental del conflicto bélico de dos partes. Malamente serviría lo último como excusa –de lo primero, ni hablar–. Ponerse a mediar en un presunto conflicto, asumiendo un papel que creían de postín, exigiría, para un arreglador de conflictos, alguna curiosidad por la naturaleza del entramado en que se estaban metiendo: hablando con gente (no sólo con la parte contratante), informándose, leyendo… Hubiesen encontrado abundante literatura sobre el concepto impúdico y falaz del conflicto vasco manejado por el terror. Si alegan ignorancia, en este caso sería ignorancia culpable.

Lo menos que puede decirse es que entendieron que el acoso violento a la democracia debía ser premiado políticamente, así saltara la convivencia democrática.

El año pasado se autodisolvió la Comisión Internacional de Verificación (CIG), ahora lo hace el autodesignado Grupo Internacional de Contacto (CIG), que por siglas no falte. Eso que nos quitamos de encima. CIV y GIG serían distintos, pero compartían los mismos afanes.

Al CIV le debemos una de las escenas más cochambrosas de estos años, el vídeo en el que dos encapuchados hacían como que entregaban cuatro o cinco pistolas y algunos paquetes, mientras los verificadores asentían solemnes leyendo un papelito. Por lo que declararon luego, los pistoleros se llevaron el ‘arsenal’ en una caja…

Aquello pareció ya entonces grotesco, no sólo a posteriori, una parodia de ‘Vaya Semanita’ en un momento particularmente ácido. Pero plantea una cuestión clave: si los ‘verificadores’ no tuvieron la sensación de hacer el ridículo, que parece imposible, y por qué no se revelaron ante tamaño paripé. Forzosamente tuvieron que darse cuenta de que su aportación a la causa vasca era risible. Y, sin embargo, siguieron. Todo un misterio.

Verificadores y mediadores sirvieron para escenificar el final de ETA al gusto del terrorismo, revistiendo su derrota como una especie de iniciativa unilateral, asistida por la comunidad internacional. Fueron producto de un relato, no de los hechos. Por eso su paso por la historia la compone una sucesión de escenas de apariencia gloriosa, lo exigía el guión: reuniones solemnes; llamamientos grandilocuentes a superar el ‘conflicto’; regañinas cuando la democracia no les hacía caso; para hacer masa, amontonamiento de próceres internaciones cuyo conocimiento de la cosa vasca era mayormente precario… Siempre lucieron cierto aire de misterio, de sugerencias de entrevistas confidenciales o secretas. Les tuvo que parecer emocionante la representación.

Ayer se disolvió el GIC y lo hizo con la solemnidad que exigía el relato épico: muere harto de gloria, como presunto factótum del fin de ETA, sin que cuente la eficacia policial y el repudio social. Fue en Aiete y tuvo una parte reservada (para los enterados y para mantener secretismo hasta el final, pues el misterio enaltece) y otra pública, en la que se despidieron del mundo. Lástima que no aprovecharan la ocasión para resolver dos incógnitas de esta triste historia:

a) ¿Quiénes financiaban a verificadores y mediadores; cómo y cuánto? O si era todo puro altruismo, generosidad que aconsejaría elevarlos ya a los altares de la patria.

b) Si no tuvieron ningún momento de duda cuando iban de mediadores y no conseguían hablar más que con la parte contratante y no con la contraparte, circunstancia penosa para un mediador profesional. Tendría que haberles llevado a pensar que no eran interlocutores sino asistentes o correveidiles frustrados.

Su legado: cuando campaban a sus anchas lograban dar la sensación de que nos rodeaba la falta de ética y de que estábamos dejados de la mano del destino, pues habíamos caído en las suyas.