«SI UNA comunidad autónoma no cumpliere las obligaciones que la Constitución u otras leyes le impongan, o actuare de forma que atente gravemente al interés general de España, el Gobierno, previo requerimiento al presidente de la comunidad autónoma y, en el caso de no ser atendido, con la aprobación por mayoría absoluta del Senado, podrá adoptar las medidas necesarias para obligar a aquélla al cumplimiento forzoso de dichas obligaciones o para la protección del mencionado interés general».
Eso es lo que ordena el artículo 155 de la Constitución. Ante la maniobra secesionista que Oriol Junqueras y la CUP pretenden precipitar, el Gobierno Rajoy, en cumplimiento de su obligación constitucional y de lo que exige el artículo 155, ha anunciado que adoptará «medidas drásticas» para, dentro del marco legal, desbaratar el órdago independentista.
La Constitución española es abierta y, a través del artículo 168, admite cualquier reforma. Pero hay que atenerse a lo que en ese artículo se establece: dos tercios del Congreso, dos tercios del Senado, elecciones generales, dos tercios de los nuevos Congreso y Senado y, a continuación, referéndum nacional en el que se expresen todos los españoles.
Durante la pasada legislatura, propugnamos algunos la reforma constitucional con un doble objetivo: en primer lugar, incorporar al sistema a las nuevas generaciones, indiferentes al 70%, indignadas al 30%, asqueadas casi al 100%; y en segundo lugar, porque en el referéndum que establece el artículo 168 de la Constitución, hubieran ejercido su derecho a decidir los catalanes junto al resto de españoles, libres e iguales todos ante la ley. La ceguera de una parte de los gobernantes impidió poner en marcha lo que la salud pública exigía. La situación política actual complicaría demasiado la puesta en marcha hoy de la reforma constitucional.
Tal vez lo peor que le puede ocurrir a una sociedad es padecer un Gobierno débil. Y a muchos alarman «las medidas drásticas» que se puedan tomar desde la debilidad. Aún más, que todo quede en la pertinaz verborrea de una clase política encallada en el hedonismo y la mamandurria.
«La escalada independentista exige una firme respuesta», titulaba ayer su editorial este periódico. Esa respuesta no se puede quedar en una finta verbal porque los políticos secesionistas catalanes jugarán el órdago soberanista para zafarse de la maquinaria de la Justicia que les está triturando por corrupción, sobre todo, después de la denuncia del juez Vidal acerca de los presuntos atropellos fiscales, a través de procedimientos ilegales propios de la tentación totalitaria del poder. «La ilusión independentista –afirmó recientemente la Sociedad Económica Barcelonesa d’Amics del País– ha implicado también la contención, el silencio, el malestar o la oposición de quienes no son independentistas o no creen conveniente serlo», y de los que piensan que «entrar en la vía de la desobediencia generará problemas, causará dificultades, suscitará tensiones y situará a una buena parte de la sociedad entre dos legalidades».
Todavía, en fin, puede evitarse el choque de trenes si el Gobierno negocia con una mano desde la flexibilidad y la firmeza, y proclama con la otra las «medidas drásticas» que harán imposible el despropósito secesionista.