ABC-IGNACIO CAMACHO

En campaña, la verdad sobre la situación económica no conviene a nadie porque los ciudadanos prefieren autoengañarse

LOS expertos electorales saben que a los ciudadanos no les gusta oír propuestas responsables. El éxito de los populismos obedece en gran parte a esa tendencia infantil de los votantes a autoengañarse aceptando de buen grado promesas fáciles y olvidando anteriores fracasos con desmemoria alarmante. Conviene recordar este factor de psicología colectiva cuando muchas voces juiciosas invocan el desastre de Zapatero como precedente objetivo de un Sánchez que calca como sobre una falsilla los errores más graves de una campaña, la de 2008, que condujo a la nación al desastre. Pero, en honor a la verdad, la caída del zapaterismo no se produjo porque la crisis desnudase su frivolidad flagrante sino porque la presión internacional le obligó a adoptar a destiempo enojosos recortes sociales. Es decir, que lo que el pueblo penalizó fue su tardío aterrizaje en la realidad que con gran éxito había negado antes. En política, y especialmente con las urnas delante, decir la verdad no convierte a nadie en el más simpático de la clase.

Con una nueva amenaza de recesión anunciada por todos los observatorios económicos y financieros, España alcanzó en 2018 un gasto público de medio billón de euros. En términos relativos sobre el PIB nacional, un 40 por ciento. Y creciendo, gracias a las dádivas electoralistas que el Gobierno ha desparramado los viernes para tener a su electorado contento. No existe, sin embargo, ningún partido dispuesto a contradecir el optimismo oficial por temor a resultar agorero. Hay un colapso en las pensiones, una Seguridad Social con un agujero negro, una deuda galopante y un déficit estructural rebelde al incremento de ingresos, pero todos los programas electorales fían el reto a la magia contable de subidas o bajadas de impuestos. Cualquier líder que se atreva a sugerir ajustes concretos o dude de que el bienestar vaya a ser eterno será estigmatizado y arrojará sus aspiraciones por un sumidero. Los españoles preferimos que nos mientan aunque nos disguste reconocerlo.

Por eso vamos a votar por puro instinto, sea ideológico, emocional o biográfico. El factor de decisión es sobre todo visceral, tribal incluso, y a menudo determinado por el antagonismo hacia el adversario. Lo sabe Sánchez cuando reduce su discurso a una cruzada retroactiva contra el fantasma de Franco, lo sabe Iglesias cuando agita el resentimiento contra la casta de los privilegiados, lo saben los nacionalistas cuando enarbolan su supremacismo identitario y lo sabe la derecha cuando sintetiza su proyecto en bajar al presidente del Falcon. Si eso es lo que nos mueve, quién se va a molestar en articular engorrosas estrategias de Estado a medio plazo. Dijérase que se nos ha olvidado o que consideramos tolerable el 14 por ciento de paro; mientras sean los nuestros los encargados de gestionarlo, qué más nos dará que el país entero se vaya al mismísimo… garete.