Fernando Savater-El País
No me atrevo a releerme pero algunos me reprochan:»¡cuánto has cambiado!». Y yo pienso y no respondo: «pues anda que el mundo…»
Cuando sometieron a Borges a un cuestionario insulso atribuido a Proust, él se encargó de dinamitar con ingenio el catálogo de obviedades (mi preferida: “P: ¿Qué piensa usted de los viajes espaciales? R: Bueno, todo viaje es espacial, ¿no?”). Cuando le preguntaron por su personaje histórico preferido acabó nombrando a don Quijote (?) pero antes dijo lo importante: “Todos somos históricos, ¿no es cierto?”. Yo me quedé con esa ironía chocante por innegable: la condición histórica no es un privilegio de unos cuantos sino una fatalidad de todos. A veces somos más conscientes de ello. Por ejemplo, constato que hace medio siglo apareció mi primer libro, Nihilismo y acción. Un hecho histórico pero de la intrahistoria, como diría Unamuno, incluso de la intrahistoria minúscula, privada. Conmocionó ingenuamente el alma de un yo que fui, que ya no existe, que recuerdo mal. Lo que no olvido es que aquel yo no quería escribir ese libro ni otro mejor o peor sino ser autor por fin de un libro que me sirviese como certificado de ser escritor. Firmar un libro, confirmar una vocación. Aunque fuese el último, imperceptible y remoto, de la lista soberbia encabezada por Homero, Dante y Shakespeare…
No me atrevo a releerme pero algunos me reprochan: “¡Cuánto has cambiado!”. Y yo pienso y no respondo: “Pues anda que el mundo…”. Ellos se refieren a las opiniones, los encomios o censuras, el cielo y el infierno en que cada autor reparte a los habitantes de su presente. Pero el cambio radical acaecido, ni lo atisban. Cuando empecé, quería cumplir el sueño de mi infancia: justificar con hechos el amor a la lectura. Después aprendí que el amor que cuenta no es a algo, sino a alguien. Tardé casi medio siglo. Luego la perdí.